25.1.25

Madrid DF, de Fernando Caballero

En este inicio de 2025 toca replanteárselo todo. Los tiempos se aceleran de forma vertiginosa, y los marcos conceptuales que manejamos caducan con una rapidez asombrosa. La reciente proclamación de Trump como presidente de Estados Unidos por segunda vez es la señal más evidente de que estamos ante el fin de una época. Todo lo sólido ya se ha desvanecido en el aire.

Mientras tanto, en España llevamos seis años de un gobierno cuya única fórmula política es la polarización. El ciclo renovador que parecía abrirse con el 15-M está definitivamente enterrado, y hemos vuelto a donde empezamos, en la hegemonía partitocrática. Solo que ahora estamos más biliosos y desesperanzados. La casta política lo tiene claro, quiere que nos inmolemos como sociedad para que ella pueda sobrevivir. Muchos ciudadanos hemos llegado a la conclusión de que el sistema no tiene posibilidad de reforma y buscamos una salida.

Madrid DF, de Fernando Caballero, tiene algo de manifiesto fundacional. No solo porque anticipa nuevos tiempos, sino porque, pese a haber sido publicado por una editorial de gran alcance y un autor vinculado a medios generalistas, plantea ideas que hasta hace poco eran tabú. Hasta hace un par de años, afirmaciones como que el multiculturalismo es una ensoñación buenista de las élites, que el decrecimiento económico es suicida o que avanzamos hacia un mundo de geopolíticas pre-westfalianas combinadas con ultratecnología eran propias de círculos extremistas y minoritarios. Pero Caballero ya se mueve en un marco teórico post-woke.

Más allá del diagnóstico, Madrid DF propone un proyecto, a ratos descriptivo, a ratos normativo, para un nuevo sujeto político. Siguiendo la estela de La España de las ciudades, de J.M. Martí Font, no es particularmente complaciente ni con el Estado ni con las comunidades autónomas. Ambos libros sostienen que la prosperidad económica y las libertades individuales están principalmente en las urbes, y que estas deben ganar peso político frente al Estado y las autonomías. En este caso, Madrid debería crecer hasta los diez millones de habitantes, no como una megalópolis descontrolada, sino como una ciudad de ciudades, consolidándose como una metrópoli global. En lugar de competir con Barcelona—que ha optado por un ensimismamiento decimonónico—Madrid debería aspirar a reemplazar a Miami como la gran ciudad hispana.

El tema de la capitalidad del Estado queda en un segundo plano. Caballero llega a afirmar que la economía madrileña es tan potente que trasladar la capital a otro lugar no afectaría su fortaleza financiera. Cartografía los vértices del nuevo Madrid y demuestra que el Estado es cada vez más residual. La pujanza económica de la ciudad, que va del aeropuerto a AZCA y de ahí a Chamartín y el IFEMA, se está desarrollando de espaldas al centro gubernamental. En el futuro, sus habitantes globales estarán más cerca de la Terminal 4 que del Parlamento.

La creciente presencia de hispanoamericanos en Madrid también está transformando la ciudad. Según Caballero, aquí sí se está produciendo una renovación de élites, con inmigrantes de ultramar ocupando posiciones directivas y operando con una mentalidad más global que nacional. Al mismo tiempo, cientos de miles de ellos se han asentado en los PAUs del sur, integrándose plenamente y perdiendo vínculos familiares con el resto de España.

El tema de los PAUs es, de hecho, otro de los tabúes que rompe Caballero. Durante años, el progresismo pijo ha vilipendiado estos barrios como un símbolo del mal urbanismo neoliberal. Sin embargo, en la práctica, se han convertido en un paraíso para las clases medias y bajas con familia: espacios donde los niños pueden jugar libremente mientras los adultos socializan en la piscina. Caballero sostiene que en estos barrios está surgiendo un nuevo tipo de madrileño con mentalidad liberal y cosmopolita, inmune al sentimentalismo telúrico. No es casualidad que los PAUs sean un caladero de votos de la derecha, que en Madrid se impone democratizando el bienestar.

Caballero desafía otros consensos progresistas al defender la combinación de iniciativa pública y privada, y al ensalzar la orientación de la ciudad hacia los negocios y la atracción de capital. En algún momento, llega a decir que Madrid se impone sobre otras regiones españolas porque es la única que no concibe la economía como un juego de suma cero. Hay en la ciudad una manera de hacer dinero que ya es más anglosajona que española, algo reforzado por la presencia de numerosas escuelas de negocios internacionales.

La conclusión de Madrid DF es clara: Madrid crece y debe seguir creciendo, por el bien de todos. La cuestión es si lo hará de espaldas al resto de España o con su colaboración. Lo ideal sería que un Madrid global revitalizara el país entero, aunque Caballero no parece convencido de que las élites catalanas o vascas quieran sumarse al proyecto. Quizá haya que tenderles la mano, pero sin aminorar la marcha para esperar a quienes no quieran competir. Antes que eso, sus sociedades tendrían que asumir algo que en Madrid ya es evidente: sin una renovación de las élites dirigentes, no hay futuro, y la mentalidad pobrista solo sirve para perpetuar a las castas de siempre.

En cuanto a los madrileños, ya tenemos ante nosotros un marco político potencialmente liberador y viable. Para cada uno, la salida está más cerca de casa. Desde la pandemia, la idea de un Madrid cosmopolita y libre, en oposición al populismo del gobierno central, ha ido ganando la batalla ideológica. Incluso quienes éramos jacobinos venidos de provincias empezamos a ver en el autogobierno regional nuestra mejor defensa cívica. Defender el Estado de unos políticos que no creen en él es un gasto de energía inútil. Se hace imperativo buscar un nuevo marco político en el que, al menos, tengamos una oportunidad de prosperar.

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