Cuenta el imprescindible historiador
Tuñón de Lara que las oligarquías latifundistas españolas del siglo XIX se
opusieron a la industrialización bajo el motto de “o el petróleo o
nosotros”. Maliciaban que ellos serían los reyes del mambo mientras la sociedad
española fuera subdesarrollada y analfabeta; en el momento que aparecieran los
trenes, las fábricas y las ciudades, pasarían a ser un mero estorbo con vestidos
caros (Sus predicciones fueron acertadas, como sabemos).
Ahora nuestra casta anda un poco en las mismas. En los últimos cuarenta años España ha tenido sucesos trágicos pero ningún problema realmente desestabilizador. No había impedimentos para haber creado emporios tecnológicos, fomentar la cohesión social, diluir las tensiones regionales en aras de una integración supranacional, mejorar la educación y los medios de comunicación…Pero no, nuestras élites eligieron rompernos como sociedad y forzar a nuestros mejores jóvenes a emigrar.
Pensar que males perfectamente
evitables como la pauperización, la incultura o la corrupción puedan ser de
hecho estrategias premeditadas de dominio nos produce úlceras. Intentamos
ahuyentar la idea y seguir viviendo como si nada, pero libros como Por
qué fracasan los países de Daron Acemoglu y James A. Robinson no nos
permiten hacerlo. Estos dos profesores universitarios, recientemente nobelizados,
hacen un repaso de los últimos siglos, y mediante ejemplos y argumentaciones
muy bien hilvanados demuestran que hay un tipo de poder que torpedea a
conciencia cualquier forma de progreso y democratización para mantenerse en la
cúspide. Son las célebres “élites extractivas”, que viven de explotar
económicamente a sus poblaciones, y para ello pueden incluso optar por
restringir el acceso a cualquier bienestar económico. Es un sistema con
infinidad de ejemplos históricos y su propia lógica aplastante, ya que la
prosperidad limitada pero fija hace que haya dividendos a repartir casi a
perpetuidad entre los mandatarios, lo que garantiza la continuidad del infame
régimen. Huelga decir que este bucle -la extracción genera dinero y poder que
permite más extracción y más dinero y poder- es el principal problema. Las
élites extractivas son poderosas y están bien organizadas, no es fácil el
envite.
Estas minorías parasitan
principalmente en las economías monopolistas, oponiéndose a cualquier
innovación y evitando la racionalidad administrativa. Suelen dominar desde
estados débiles y clientelares, que al no ser inclusivos y servir solo para que
unos pocos acaparen la riqueza, fomentan las divisiones y luchas periféricas de
clanes. Aunque hubiera una revolución, el tinglado es tan goloso que siempre
existe el riesgo de que los revolucionarios acaben limitándose a usurpar el rol
de explotadores. Así sucedió en África tras la descolonización, cuando los
rebeldes sustituyeron al personal colonial pero no al propio sistema construido
por éste.
Un dominio así teme que haya
“destrucción creativa” (Shumpeter), que es lo que ocurre cuando los adelantos
tecnológicos van sucediéndose, como el avión sustituye al transatlántico o
internet al correo postal, por ejemplo. Por este miedo al progreso en Occidente
“no hubo un aumento sostenido del nivel de vida entre la revolución neolítica y
la revolución industrial”. O países como China, que en el Medievo tuvo gran
importancia económica, se quedó atrás porque sus gobernantes se negaron a
modernizarse. O dentro de Europa, el Reino Unido mejoró su calidad de vida al
industrializarse, frente a las empobrecidas España o Austria-Hungría, cuyos
monarcas también tenían alergia a la destrucción creativa porque redistribuye
rentas y bastones de mando.
Es necesario, nos dicen estos autores,
un Estado centralizado, respetuoso con la ciudadanía y la racionalidad
económica. A él se oponen los que temen perder sus privilegios si la sociedad
se dinamiza, si se eleva el nivel cultural y de exigencia. Por eso es
fundamental pasar a controlar el Estado para modernizarlo. Es muy difícil hacer
reformas sin el poder estatal.
Hay toda una serie de medidas que un
gobierno inclusivo puede iniciar para salir del marasmo económico y adentrarse
así en lo que los autores llaman el “círculo virtuoso”: fomentar la libre
economía, normalizar el uso del inglés, tratar de minimizar los conflictos
identitarios, simplificar y unificar normativas, democratizar el acceso al
poder y los beneficios, etc. Pero para llegar a ello hace falta una
transformación del poder radical, ya que las élites extractivas no van a ceder
un ápice por las buenas. Y lo malo es que cuando estas élites se sienten
amenazadas el “círculo vicioso” se acentúa porque incrementan las barreras a la
innovación y explotan más para sacar más que repartir. Son gentuza que no sabe
trabajar en igualdad de condiciones, de competir dentro de un contexto
racionalizado. Eso les hace dañinos y partidarios en sus retiradas de las
políticas de tierra quemada.
Hoy la nueva aristocracia extractiva se
atrinchera tras la polarización y el capitalismo de amiguetes al grito de
guerra de “o las nuevas tecnologías o nosotros”, “o un buen sistema educativo o
nosotros”, “o una sociedad civil fuerte o nosotros”…
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