Chuck Klosterman es uno de los pocos autores a los que
guardo lealtad; creo que he leído todo lo que ha publicado, incluso lo que no
está traducido. No es particularmente conocido en España. Si tuviera que
explicarle a un lego qué tipo de cosas escribe este fulano lo ejemplificaría
así: “Imagínate una fotografía en la que se ve a Lady Gaga, a Elon Musk y a Kim
Jong-un sonrientes en un strip-club de Moldavia… Bien, pues Klosterman es el
tipo que tras ver esta estampa escribiría un libro centrado en el bigote del camarero
que aparece casi fuera de foco sirviéndoles la bebida”.
Los Noventa es el último libro suyo que ha aparecido en nuestro país. Es de no ficción, como toda la obra del autor, pero esta vez no es una selección de artículos independientes, que es lo que suele ser habitual. Tampoco es una biografía aunque tenga algo de biográfico. Es un ensayo unitario de más de cuatrocientas páginas que, como el título indica, nos sumerge en esa década que empezó con la caída del Muro de Berlín en el año 1989 y terminó con el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre del 2001.
Klosterman es todo lo americano que se
puede ser y el libro está lleno de referencias al mainstream
estadounidense. Hay veces que el lector foráneo conoce de lo que habla
(Nirvana, Bill Clinton), otras en las que ni de lejos, como determinados
programas de televisión que nunca llegaron aquí o algo sobre el alero bizco de no sé qué
equipo de la NBA. Pero en general se sigue todo bastante bien, porque ya
estamos globalizados y todos tenemos el mismo dolor de muelas; es fácil pensar
siempre en un equivalente en la cultura de masas española de aquellos años.
Además lo interesante es el jugo que saca de los hechos, no la crónica que hace
de ellos.
Por supuesto no estamos ante Jorge
Manrique en versión postmoderna. En ningún caso se nos dice que cualquier
tiempo pasado fue mejor. De hecho en estas páginas hay mucha inmundicia
recopilada sobre aquella época. Seguramente si viviéramos tiempos más felices
leeríamos este libro con un resoplo de alivio por haber pasado ya esa página
histórica. Lo que sucede es que hoy nos anega una grisura ambiental, y es
inevitable extrañar esos tiempos en los que no había redes sociales, se consideraba impertinente
hablar de política a la hora de la merienda, y reinaba un desdén por la moral que
nos impedía andar por ahí juzgando a todo el mundo a diestro y siniestro.
“Ahora los noventa parecen un período
en el que el mundo empezaba a volverse loco, pero no tanto como para ser
ingobernable o irreparable”. Quizá todo lo que embarra nuestro Occidente
postcovid ya estaba in nuce por aquél entonces, pero como no había internet para convertir las neurosis personales en asuntos hegemónicos, igual
no se notaba tanto. También “fue quizá el último periodo de la historia estadounidense en
la que el compromiso personal y político se vio aún como algo opcional”.
Conmueve pensar en que hubo un tiempo tras el fin del comunismo y la llegada de
las nuevas religiones políticas en el que las personas fueron libres para
proclamar su desdén.
La Generación X, que protagoniza un
capítulo, por ejemplo, no era la mayoritaria pero sí la más representativa del
primer lustro de la década. Visto hoy nos resulta “la menos irritante” de todas
las generaciones que han existido desde la segunda mitad del siglo XX. Eran
solipsistas, infelices y despreocupados, pero nunca culpaban a nadie de sus
propias miserias, y mucho menos se dedicaban a fiscalizar la vida de los otros.
Exigían escepticismo incluso frente al éxito, y valoraban una incoherente
autenticidad individual frente a los que “se vendían" al comercialismo (Lo que daríamos hoy por
tener vecinos, compañeros de trabajo, e incluso amigos así de contenidos).
Los años noventa fueron empero irrepetibles. El zeitgeist no se puede diseñar en un gabinete de comunicación para que lo imponga algún Estado, no hay poder tan fabuloso. Cada momento histórico es una extraña aleación de elementos arbitrarios e inasibles. Y las personas que ejemplifican su época muchas veces lo hacen sin saber cómo llegaron a ello; es más cuando cambia el timing, pueden elegir morirse en el momento adecuado, como David Foster Wallace, que ha quedado envuelto en ámbar como paradigma de aquellos tiempos, o desfigurarse entre sus coetáneos, como la aquí citada escritora Elisabeth Wurtzel, que pasó de escribir de joven Nación Prozac, un libro emblema, a convertirse en abogada a tiempo completo en Manhattan.
Una verdadera Teoría Crítica tendría
que analizar este fenómeno y tratar de descubrir quién rompió el consenso
social de los años noventa. Y sobre todo para qué lo hizo, qué interés hubo en
ello. Hallaremos así a los responsables de nuestro desasosiego.
Aunque no nos engañemos, aquella paz
social venía favorecida en gran parte por la prosperidad económica. La década de
los noventa fue la última en la que hubo un gran crecimiento en este terreno. Que
Homero Simpson pudiera tener un trabajo a pesar de ser más tonto que una
cebolla, y mantener así a su familia, con casa en propiedad y vacaciones
de vez en cuando, sin que llamara la atención de los televidentes, es
sintomático.
Así que no podemos restaurar la década
de los noventa, por muy paradisíaca que nos parezca frente a nuestra
contemporaneidad, que como dice el meme parece una pesadilla de Stephen King.
No podemos volver atrás pero tal vez sí recuperar cierto espíritu pasado.
No tenemos suficiente uranio para el DeLorean, pero igual sí podemos recuperar la conversación cara a cara, sin
pantallas, respetándonos los unos a los otros aunque sea más por apatía que por
conciencia cívica, y tratar de vivir así una vida más fácil. Podríamos
apaciguar los ánimos colectivos si nos relacionáramos entre nosotros como si
todavía estuviéramos en aquellos años.
Pongámonos de acuerdo en ver los noventa como un lugar de encuentro en
el que cabemos todos, defendamos que la concordia vuelve a ser posible.
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