Los libros de teoría política anglosajona tienen por lo general bastantes inconvenientes. Muchas veces no son más que páginas de relleno en torno a una idea potente, o incluso un tweet, y podrían haberse quedado en un breve artículo. Otras veces son demasiado circunstanciales y en una semana, cuando caduca el trending topic que comentan, ya son inútiles. Pero sobre todo, el principal problema con estas obras es que encontramos más conocimiento en una nota a pie de página de cualquier escrito de alguien como Dalmacio Negro, por ejemplo, y la vida es corta y hay que priorizar las lecturas.
Así que no encarábamos la lectura de La mente naufragada. Reacción política y nostalgia moderna de Mark Lilla con mucho entusiasmo. Y sin embargo tenemos que reconocerle que el libro tiene su miga, aunque no tan sabrosa como para desordenarnos completamente los prejuicios.
Empecemos elogiando al autor. La
Wikipedia dice que es profesor en la Universidad de Columbia y que se considera
a sí mismo “liberal”, o sea, que es lo que aquí llamamos progresista. Contrariamente
a lo que se podría esperar, cuando analiza el pensamiento de autores de
derecha, como es este caso, no lo hace como si fuera un ser de luz que tuviera
que mancharse con representantes del lado oscuro. Lilla, que se ve que es
inteligente y leído, habla desinflado, sin perder las formas, porque sabe que
está ante titanes del pensamiento. Cuando presenta sus enmiendas lo hace, casi
siempre, con respeto. Entiende que en la ciencia política no puedes esconderte
detrás de tu supuesta superioridad moral para limitarte a escupir anatemas sin
presentar argumentos.
La mente naufragada es breve, de prosa amable y
accesible. No hace falta conocer previamente a los autores que analiza porque
los presenta bastante bien. Tiene ocho capítulos que se pueden leer
independientemente, porque como nos dice el propio autor, son ocho textos
escritos en distintas épocas de su vida y que sólo se han juntado para esta
publicación. De cualquier manera, como imaginamos que se relacionan con una
línea de investigación determinada, tienen un hilo común y el libro posee una
relativa unidad temática.
La introducción tiene cierta originalidad porque en ella trata de conceptualizar el pensamiento
reaccionario. Lilla señala que sobre el pensamiento revolucionario se ha
escrito mucho, pero sobre su némesis no. A éste se le rechaza “con la
convicción autosatisfecha de que sus raíces son la ignorancia y la
intransigencia, si no motivos más oscuros” (pág. 11) Pero cualquier persona con
un mínimo nivel intelectual y de honestidad sabe que no es tan fácil descartar
a pensadores como Donoso Cortés o Joseph de Maistre, sobre todo por lo que
tienen de agudos sismógrafos de los temblores de la modernidad
Lilla describe al reaccionario con la
metáfora que da título al libro, “una mente naufragada” en el río del tiempo.
“El revolucionario ve el futuro radiante invisible a los demás y eso lo
electriza. El reaccionario, inmune a las mentiras modernas, ve el pasado en
todo su esplendor y también queda electrizado. Se percibe en una posición más
fuerte que su adversario porque cree que es el guardián de lo que ocurrió
realmente, no el profeta de lo que podría ser. Eso explica la desesperación
extrañamente estimulante que recorre la literatura reaccionaria, la palpable
sensación de misión”. Sin embargo no es tan sencillo concluir que sea posible
ser reaccionario en un sentido puro. No está claro que uno se pueda salir del
río de la modernidad, que salpica mucho. La militancia en la nostalgia como
arma política, frente al uso equivalente que hace el revolucionario de la
esperanza, convierte al reaccionario “en una figura claramente moderna, no
tradicional” (pág.16)
Los reaccionarios, en efecto, no son ya
tradicionalistas, pero tampoco son conservadores. Son, eso sí, “tan radicales
como los revolucionarios, y tienen el mismo control firme sobre la imaginación
histórica”. O sea, que a su pesar, son también hijos bastardos de la modernidad;
ya que inevitablemente reaccionan desde ella.
Lilla no da definiciones más certeras.
Ni de conservador, ni de tradicionalista. Y para él un reaccionario es
básicamente el que cree que la vida moderna presenta muchas contrapartidas, y
que el pasado puede ser una inspiración para el futuro. No es hilar muy fino,
pero tampoco está mal para ir tirando. Con una definición tan vaporosa, claro,
puede etiquetar de reaccionarios a una serie de autores incompatibles entre
sí.
A la introducción le siguen tres
estudios sobre tres filósofos muy sugerentes. Y gran parte de lo que hace
recomendable a este libro es que no son autores muy estudiados. Seguramente
muchos lectores se topen aquí por primera vez con los nombres de Franz
Rosenzweig, Eric Voegelin y Leo Strauss. Si cambiamos a Hannah Arendt por Franz
Rosenzweig, la triada coincide con la que Fernando Vallespín, en su magnífico quinto
volumen de su Historia de la Teoría Política, etiqueta como la corriente
del “normativismo ontológico”, es decir, filósofos políticos más filósofos que
políticos, que quieren ir a las raíces de la modernidad, hallar de dónde viene
el error, y elaborar una teoría fuerte con una sólida base ontológica. Estamos
ante filósofos de envergadura que no se contentan con explicaciones técnicas de
problemas puntuales. Son más bien de agarrar a zeitgeist de las solapas
y zarandearlo hasta que confiese sus secretos.
De Rosenzweig intentamos leer su gran
obra, La Estrella de la Redención, pero igual no era el día. Muy místico
y muy fenomenólogo; demasiado voltaje que nos hace cortocircuitar. Lilla lo
presenta empero como un autor interesante que sin duda, ahora con algo más de
contexto, merece otra oportunidad. Suponemos que es reaccionario porque quiere
volver a un judaísmo originario para capear las tempestades de la modernidad,
pero no está del todo claro.
Eric Voegelin y Leo Strauss, empero,
sí están entre nuestras lecturas de cabecera.
El primero es un autor alemán, formado
en Austria, católico de origen judío, y emigrado a Estados Unidos en 1938,
donde publicó casi toda su obra. Suponemos que es reaccionario porque ve en la
erradicación de la religión algo aberrante que ha conducido a los mataderos del
siglo XX. A él se le debe la frase, casi eslogan, “inmanentizar el eschatón”,
para referirse a cómo la modernidad ha usurpado la teleología cristiana, y ha
poblado la Tierra con evangelios políticos laicos. Su reacción consiste en pedir
la reinstauración de cierto equilibrio entre las cosas del Cielo y de la Tierra
pasando por la filosofía política ateniense. De él hablaremos in extenso en el
futuro, pero de momento, si nuestro aval sirviera de algo, podemos dar fe de
que Lilla hace una buena introducción al pensamiento voegeliano.
Leo Strauss, un judío alemán que
también tuvo que exiliarse en EEUU, es un filósofo de vida y obra bastante
paralela a la de Voegelin, si bien su prestigio y peso en la academia
estadounidense fue superior. La correspondencia entre ambos está publicada en
español por Trotta. A Strauss se le atribuye nada menos que ser el padre
intelectual de medio Departamento de Estado del gobierno estadounidense; algo
que Lilla pone en cuestión, por cierto.
Desde luego es un filósofo de peso.
Críptico como un jeroglífico sumerio, eso sí, su lectura requiere de ciertos
conocimientos y mucho tiempo, pero merece la pena. Dentro de los autores aquí
reseñados, desde luego es el que propone una reacción más razonable: para él
los Padres Fundadores de la República establecieron un marco político bastante
óptimo para que la naturaleza imperfecta de los hombres pudiera desplegarse.
Así que no hay que remontarse a lejanas calendas, con recuperar el espíritu de
Filadelfia de 1776 basta.
Para alguien lego en el pensamiento
straussiano, este capítulo de La mente naufragada también puede serle
una buena puerta de entrada.
Hay cuatro capítulos restantes. El
siguiente es un ataque a la teología política católica. Y si bien no somos
expertos en la materia, Lilla parece verse superado por sus demonios
anticristianos. Aquí sí pierde un poco las formas, y desprecia injustamente una
corriente intelectual bastante más elaborada de lo que él quiere reconocer. Lo
que sí es salvable del capítulo es su teoría del “camino no tomado”: atribuye a
muchos intelectuales católicos del siglo XX el tropo de que en algún momento en
los albores de la modernidad algo salió mal, principalmente la laicización, y
otra modernidad más saludable hubiera sido posible sin necesidad de romper con
el catolicismo. La idea, que a Lilla le parece demencial, tiene, creemos, bastante recorrido.
Más adelante, en “De Mao a San Pablo”,
demuestra que no es autor encasillable y vuelve sus armas ahora contra el
izquierdismo. Analiza con buen tino cómo cierta intelectualidad postcomunista
está instrumentalizando a San Pablo como referente, lo que evidencia que busca articular una religión de sustitución más que un programa político. Alain Badiou, paradigma de esta
izquierda paulina y pope del podemismo patrio, es crudamente retratado como el
pensador ridículo que realmente es.
Los dos últimos capítulos son sobre las
relaciones de Occidente con los musulmanes. En uno habla sobre Éric Zemmour,
que describe como un incendiario mentiroso, y el otro es un análisis de la
novela Sumisión de Michel Houellebecq.
De Zemmour no sabemos gran cosa. Un tipo a la derecha del derechista
Frente Nacional, se nos dice, que denuncia la islamización de Europa. Sobre Sumisión
afirma que es un elogio de los vínculos humanos que el islam sí sabe cuidar. De
nuevo la imposibilidad de una sociedad sin religión como tema reaccionario.
El epílogo versa sobre Don Quijote,
que en su anhelo de una Edad Dorada le parece al autor un paradigma de reaccionario. No
se requiere ser docto cervantino para ver lo flojo del razonamiento. Lilla
podría haber cerrado el libro con un capítulo más trabajado.
La cuestión que Lilla no tiene agallas de plantear abiertamente, y que sin embargo sobrevuela el texto, es la posibilidad de que los reaccionarios tengan razón. Porque algo se ha torcido en algún momento de la historia reciente; es evidente que nuestra civilización ha colapsado. Todavía no hay fuego en las calles porque la economía no se ha cobrado la deuda de los estados, que en muchos casos ya supera al PIB. También porque la sociedad sigue viviendo según un sentido común heredado y en su mayoría ve las excentricidades woke como divertimento de pijos. Pero todo pende de un hilo. Una guerra proxy que salga mal o una nueva inversión-burbuja que haga boom, y ya no habrá manera de silenciar lo evidente.
Volver a los griegos, a los Padres Fundadores, o a una religión verdadera que funcione, no parecen tan malas sugerencias. Desde luego hay que reaccionar. La necesidad de una empresa colectiva, el “deseo trascendental”, no conoce el vacío, y si no lo llenamos con el judeocristianismo acabaremos, como en Sumisión, mirando a La Meca, que por lo menos crea una comunidad de sentido.
La decadencia, en el sentido técnico
que propone Jacques Barzun, es ya un hecho ¿Y si, siguiendo la feliz metáfora de Lilla, el río del tiempo está
seco, ya no fluye, y es la civilización en su conjunto la que ha encallado? ¿Y
si el reaccionario no es una mente naufragada sino que como Maqroll, ese
maravilloso personaje creado por Álvaro Mutis, es el gaviero que desde su
puesto nos señala las posibles rutas por las que retomar el viaje?
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