No vivimos en los tiempos más felices;
hay una grisura ambiental que aflige el ánimo. La postmodernidad ha cumplido su
misión al servicio del capitalismo financiero, y ha dejado un páramo de
comunidades rotas e individualidades desesperanzadas. Las masas desdichadas se
dejan arrastrar por el desierto de su cotidianeidad, tal vez anhelando un grito
emancipador que toque a rebato.
Nuevos cultos emergen para llenar el vacío, pero son ineficaces. Lo woke, por ejemplo, que es hegemónico pero no mayoritario, otorga plenitud existencial a capas importantes de la población, que les basta con sentirse identitariamente reconocidas por el poder sin necesidad de mejoras económicas. Pero es más la gente que se considera denigrada por este discurso que la que integra, y así nunca podrá vertebrar la convivencia de todos. Al contrario, lo que hace es dividir a la sociedad entre los que viven en un mundo ideológico y los que viven en el mundo real.
Además, lo woke es una supuesta
ética que se levanta contra los hábitos de la mayoría social, por lo que no
puede pasar de ser un gnosticismo reinventado. También sería la primera vez que
un renacer moral no exigiera cambios en la vida personal de cada uno, ni un
proyecto de convivencia colectivo; con lo woke es suficiente con
sentirse superior al vecino de epidermis equivocada, pero no demanda coherencia
ni sacrificios en nuestro quehacer diario. Hay que reconocerle, eso sí, que es
la primera cosmovisión ética de la historia de la humanidad que no presenta
ningún tipo de impedimento al capitalismo ni a la arrogancia de los poderosos.
No ha sido una elección baladí desde luego; los superseñores globalistas sabían
bien a donde nos llevaban imponiéndonos esta narrativa por tierra, mar y aire.
Sin nada que nos una, fraccionados y
hostiles, en el mejor caso nos aguarda el estancamiento como civilización, en
el peor la violencia. Urge recuperar unas políticas sugestivas que nos
devuelvan a todos juntos al camino del progreso material y el florecimiento
cultural.
Antonio García Maldonado escribió El final de la aventura
en el año del Covid. O sea, cuando la histeria ideológica empezaba a hervir
pero todavía no había abrasado al cuerpo social. Por lo que se nos cuenta en la solapa del
libro, fue asesor de Pedro Sánchez en los inicios. Imaginamos que ya no, porque
pocos ejemplos puede haber de un liderazgo tan hostil a los planteamientos que
tiene el autor. Pero sí podemos detectar que el libro tiene algo de
programático para un hipotético gobierno socialdemócrata centrista que nunca
sucedió. El prólogo, bastante rutinario, es del profesor de filosofía Manuel
Cruz, que también se dejó fotografiar en las escaleras de entrada a Moncloa en
los inicios del sanchismo.
El final de la aventura, no nos engañemos, está lejos de ser
un texto redondo y hubiera necesitado más trabajo e investigación. También un
corrector de estilo. Pero uno no elige a sus próceres, y en este caso su
apuesta por un proyecto abarcador de vida en común que implique la exploración
espacial convierte a este libro en uno de los pilares de nuestro blog.
La obra, que no llega a las doscientas
páginas, tiene dos partes. En la primera se analiza el contexto actual, en el
que la posibilidad de la aventura, en su sentido más literal y literario - “una
empresa capaz de aunar la vocación y el esfuerzo individual y el ensanchamiento
de un horizonte colectivo” (pág. 131) -, se ha eliminado para la mayor parte de
la población. Ya que no quedan rincones geográficos en los que merendar por
primera vez en la historia, y los descubrimientos científicos son cada vez más coto
de especialistas muy especializados. En la segunda parte argumenta que dos posibles
aventuras que seduzcan y unan a las gentes podrían ser la exploración espacial
y el desarrollo de políticas verdes.
García Maldonado no es un experto en
la carrera espacial. Hace todo lo que un intelectual de formación humanística puede
hacer, limitarse a crear un relato favorable a ella, esperando que los
ingenieros sean capaces de ponerlo en práctica. Necesitamos, nos dice,
“paisajistas de nuestra época que alumbren obras y pensamientos que nos
recuerden todo aquello que hace que valga la pena que nos esforcemos en conocer
y gastemos tiempo, frustraciones y recursos en ello” (pág. 43). Los intelectuales -signifique esto lo que signifique- tenemos una misión muy clara. Debemos trabajar para construir el imaginario de una nueva economía basada en la tecnológica que implique a la mayoría de la población en los procesos productivos y como consecuencia en la prosperidad económica.
El autor comienza, como es lógico, analizando el malestar social que hace tan necesario un cambio de rumbo, y que si bien no es cuantificable, parece evidente en nuestro día a día. A pesar de haberse formado como economista no hay casi referencias a la postindustrialización, que deja a amplias capas de las clases medias/bajas como obsoletas y sin horizonte. Porque probablemente ser operario de una empresa automovilística, por ejemplo, y ver que tu trabajo sirve para que los coches que fabricas circulen altivos por países remotos también debe de dar algo de sustancia la vida. Además te permite comprar una casa digna para tu familia y unas vacaciones en la playa; no es mucho pero tampoco es nada. El sector servicios no otorga ese tipo de prerrogativas.
García Maldonado prefiere empezar por el tejado hablando más de narrativas que de infraestructuras económicas, lo que también es acertado. “La épica de nuestro tiempo no nos necesita, y de ahí a sentir que sobramos solo hay un paso” (pág. 23) Que de alguna manera es lo mismo que hemos dicho antes, las clases medias/bajas trabajadoras se han quedado sin utilidad productiva en el mundo postindustrial, pero también sin relato.
Hay una problemática inicial muy relevante que García Maldonado llama la “secesión de las élites del conocimiento” (pág. 21). Significa que los procesos científicos son cada vez más complicados, y que sólo una élite puede acceder a ellos, en parte por su inteligencia, en parte porque para que esa inteligencia no se malbaratara hizo falta mucho dinero de base para poder cursar unos estudios tan concretos. O sea que la “élite del conocimiento” viene en gran parte de la élite económica, por lo que juega con las cartas marcadas. Seguramente esto es cierto, y la solución que nos ofrece el autor es obvia, “necesitamos un sistema educativo reforzado”, que ningún Albert Einstein se quede en la cuneta porque sus padres no podían pagarle la universidad. “No es razonable -ni sostenible- que la democracia se conforme con educar a usuarios de tecnologías con las que una minoría financia y cumple sus sueños de viajar a Marte o convertirse en transhumano para, quizá, algún día vencer a la muerte. Ni debe resignarse a educar en rudimentos esenciales a un ejército en la reserva que alimenta algoritmos y al big data, ciudadanos sin verdadera capacidad para ir más allá de una vida alienante, por más entretenidos que estén” (pág. 95). Estamos todos de acuerdo en esto. Pero aquí lo que haría falta es una verdadera Teoría Crítica que buscara el porqué de la degradación del sistema educativo en todos los niveles. Igual habría que indagar entre el gremio que no hace mucho le daba órdenes al autor. Porque la negligencia de las élites estatales con el sistema educativo roza lo criminal. Tal vez cuestiones como el desarrollo industrial estén mediatizadas por poderes internacionales, y haya poca soberanía para actuar, pero es poco serio pensar que el desastre educativo español se debe a otra cosa que a la mala fe de los políticos.
Algo similar se puede decir de “la
nueva desigualdad” entre la minoría que vive “las aventuras de nuestro tiempo”
en lugares más apartados y selectos, mientras que la mayoría de nosotros
“fungimos como carnaza de un sistema algorítmico que solo nos quiere como
comparsa de una fiesta que discurre en otro sitio” (pág. 23). Nadie insinúa, por ejemplo, que Elon Musk sea un filántropo enamorado de la humanidad, pero
no parece que ponga coto a los que quieren participar en SpaceX. Es más, si el
gobierno español le propusiera una iniciativa fabril público-privada que
construyera tuercas para sus naves en nuestro país, o un contrato con las
universidades politécnicas locales para abastecerle de personal cualificado,
seguramente diría que sí. No parece que el problema esté en que estos super
ricos emprendedores sean particularmente mezquinos y reservados con sus sueños
de aventura. Todo indica más bien que la casta política nos quiere atados y
dependientes.
De cualquier manera, hacemos nuestra
la idea de que la exclusión de los proyectos sugestivos de futuro tiene que ver, como casi todo, con las clases sociales y que es una expresión más de las desigualdades que
genera el globalismo financiero.
El final de la aventura es en definitiva un manifiesto en defensa de lo común, “que no es lo mismo que lo público” (Pág. 113), y nada sustenta mejor lo común que los proyectos colectivos ilusionantes.
El autor no ofrece una única salida para nuestra sed de aventuras colectivas. Luchar contra el cambio climático también es otra posibilidad (pág. 131). El tema está tan politizado, y se ha generalizado tal sensación de que es el timo de la estampita en versión global, que esta propuesta puede provocar ciertos recelos. Su instrumentalización es sin duda el clásico ejemplo de gnosticismo político como el que denunciaba Eric Voegelin en los años treinta del siglo pasado: desde el poder se impone un imaginario, koran, que claramente es más ideológico que real, y para evitar que se evidencien sus contradicciones en la esfera pública se impone el tabú, que es la “prohibición de las preguntas”. Así con el tema de la “emergencia climática” -versión aterrante y publicitaria del más científico “cambio climático” o “antropoceno”- no se puede inquirir qué utilidad tiene dejar a los fontaneros de Albacete sin usar la furgoneta en la que se desplazan con sus herramientas, arrebatándoles así su forma de ganarse el pan, mientras que China, motor industrial del mundo, produce el noventa por ciento de su energía mediante la quema de carbón. La respuesta a esa o cualquier otra impertinencia similar será la muy foucaultiana técnica disciplinaria de estigmatizar con un término, en este caso “negacionista”. Lejos de amedrentar a los insolentes, más bien lo que han conseguido es que asumamos que todo esto no es más que una justificación para que sufraguemos entre todos la nueva reconversión industrial. O sea, los europeos tenemos que dar miles de millones de euros de nuestros impuestos a los fabricantes de automóviles, por ejemplo, para que se pasen a lo eléctrico frente a lo fósil, pero ¿BMW, Mercedes o Renault devolverán luego el dinero? ¿Harán coches más baratos en agradecimiento?¿o estamos ante la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas de toda la vida, pero esta vez con el beneplácito de la muy woke y nada marxista izquierda contemporánea?
Pero García Maldonado parece
anticiparse a los recelos que hoy despierta la mera mención del tema y sostiene
que “es más apropiado y acorde a nuestro concepto de aventura pensar en
proyectos no reactivos ante incumplimientos que en empresas propositivas,
previsoras y anticipadoras”. O sea, que en lugar de regular, prohibir y en
general hacerle la subsistencia imposible a millones de trabajadores, sería preferible
innovar y tratar de producir mejor gradualmente, incorporando en las reformas
económicas y políticas necesarias a cuanta más gente fuera posible.
Evidentemente esta variante de la aventura que propone el autor no es la que quieren los superseñores globales, a los que obviamente el medio ambiente se la trae al pairo y sólo quieren que les paguemos las cuchipandas entre todos con la excusa de hacer el Bien. Es más, según la propuesta de García Maldonado, y que por supuesto él no explicita, habría que renovar a las élites para llevar a cabo una auténtica política verde. No podríamos estar más de acuerdo con esta aventura.
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