Los que denuncian la esterilidad del reaccionario olvidan la noble función que ejerce la clara proclamación de nuestro asco.
Nicolás Gómez Dávila
Hace algunos años el diario Le Monde anunció un índice de herejes a excomulgar. Dedicándole la portada y varias páginas del interior, y con el aterrante título de "La llamada al orden. Encuesta sobre los nuevos reaccionarios", señaló a una serie de malvados escritores que desafiaban al canon progre. De entre los conocidos por estos lares destacaban el filósofo Alain Finkielkraut, cuyo delito era sostener que los valores de la Ilustración no son negociables, o el novelista Michel Houellebecq, que hacía unos comentarios demasiado vitriólicos para oídos sensibles.
Precisamente
en Intervenciones, su libro de artículos dispersos, Houellebecq
tiene un texto rememorando aquellos días en los que fue estigmatizado de
reaccionario. Finge indignación, pero es evidente que el tipo se lo pasaba en
grande con eso de ser sindicado histéricamente como antisocial y cavernario.
Sin embargo el protagonista de esta remembranza no era él mismo, sino otro de
los acusados, un tal Philippe Muray, al que el novelista rendía un homenaje.
Por
supuesto el intento de desacreditar a escritores por cuestiones del political
correctness provoca el efecto contrario y automáticamente nos
posicionamos a favor de ellos. Y si entre ellos hay alguien que parece
destacar, uno especialmente infame, más todavía. Era pues inevitable. Había que
saber más del señor Muray.
Wikipedia
dice que se trata de un profesor y ensayista francés no muy conocido que murió
en el 2006 a la temprana edad de 56 años. Autor de varios libros, a nuestro
idioma solo han llegado dos gracias a Nuevo Inicio, una editorial granadina
pequeña pero matona.
Los
libros son El imperio del bien y Queridos Yihaidistas.
El
primero es un ensayo que rezuma ironía y mala baba. Y sobre todo sorprende por
la cantidad de conceptos que acuña o reconfigura. Viene con un prólogo que se
agradece bastante, ya que ilumina un poco los contornos de este autor ignoto.
Está escrito por el propio Muray para la cuarta edición del original francés.
Aquí nos presenta las ideas generales de toda su obra, que básicamente es una
impugnación de la postmodernidad.
El
imperio del Bien es en concreto un panfleto
contra el chantaje humanitario y buenista al que vivimos sometidos en la
actualidad. Teniendo en cuenta que apareció en 1991, está claro que tuvo
bastante de profético. Por supuesto Muray no se opone a las causas justas en
sí, que considera que “forman parte de lo obvio”, sino a su utilización abyecta
con fines políticos. Indignarse por “la pobreza, el apartheid o los incendios
forestales” es lo normal, nos dice, pero no hay necesidad de estar todo el día
exhibiendo esa indignación. Son los aspavientos moralistas, convertidos en
totalitarios e incontestables, contra lo que se rebela. Para Muray hay un “Bien”
con mayúsculas, que es mezquino y con vocación de linchamiento “Bajo las
cruzadas filantrópicas, se esconde, lo repito una vez más, la inoculación
homeopática de un terrible veneno: la pasión por la persecución”, y otro “bien”
con minúsculas que es el cotidiano, el de la gente corriente, y que
paradójicamente está más amenazado por el “Bien” politizado que por el mal
ontológico de toda la vida.
La
influencia de la Internacional Situacionista es evidente y reconocida en
continuas referencias. Muray habla del Espectáculo en el sentido que le daba Guy
Debord: una realidad creada por los medios de comunicación gracias a la
acumulación de capital y que ha venido a suplantar a la realidad objetiva; la
consolidación de la más formidable maquinaria de alienación jamás creada. El
Bien, añade Muray, sería el contenido que tiene ahora el Espectáculo, similar a
una especie de hegemonía de las “almas bellas” que tanto aborrecía Hegel.
El
Bien, al no tener correspondencia con la realidad “real”, no necesita
demostrarse. Se trata de un idealismo filosófico absoluto alérgico a cualquier
inmanencia. En el Bien nos movemos exclusivamente en el mundo de las nobles
aspiraciones, "es la respuesta a todas las preguntas que no nos
hacemos". No se le puede juzgar por sus acciones, que pueden ser
terribles, solo por sus intenciones benefactoras. Hay toda una caterva de
"truismócratas" que "llenan por completo en pathos del
mundo" con "su terrorismo de las Buenas Obras".
Por
supuesto el Bien adora el pasado, "ya no podemos enfrentarnos más que
acontecimientos archivados". Allí encuentra un mal, ya teatral, que
necesita para “proseguir con su larga batalla de evidencias, su epopeya del
pleonasmo”. Y lo busca en el pasado porque “es tranquilizador revivir problemas
que ya están solucionados”. Para ello “mantiene vivas, como fuego de
campamento, las hogueras del conflicto”. Ondea siempre un “mal ficticio” para
evitar así que le surja un adversario real contra el que seguramente no tendría
nada que hacer.
De
fondo hay un ambiente sentimentaloide, irracional, que es lo que se respira en
el "Imperio del bien". Muray habla de la "Cordicópolis", la
ciudad del corazón de la que hoy somos todos habitantes, donde lo que priman
son los buenos sentimientos, la autoayuda y la ñoñería. "El éxito de la
víscera", hay que seguir los impulsos del corazón para todo, orillando a
la cada vez más impertinente racionalidad occidental.
A
quien se le atragante tanta emoción bondadosa se le reserva el linchamiento,
que aparece "con máscaras progresistas" y se ejemplariza, entre otros
medios, en "el deseo de lo penal": la sobreabundancia y promulgación
histérica de leyes, a menudo absurdas y despóticas, porque "¡La paz de la
humanidad tiene un precio!". El Bien exige muchas leyes, infinitas leyes,
para cambiar las costumbres. Hay que obligar al ciudadano de a pie a ser bueno.
Para
Muray hay una nueva tiranía de "base democrática" que se sustenta en
un consenso especialmente represor precisamente por ser "blando",
imperceptible, y que se identifica con el bien común y por ello es intocable,
existe "sin un exterior" ni alternativa. Nunca ha sido tan difícil
salirse del rebaño, o ser siquiera individuo, como en el mundo contemporáneo.
A lo largo de todo el libro, y complementando a todas estas argumentaciones sociopolíticas más o menos coherentes, leemos pequeñas críticas hilarantes a las creencias actuales que son tan certeras como divertidas, por ejemplo: "Un país [Francia] donde el feminismo anglosajón y el decontructivismo derridiano no han acabado nunca de cuajar verdaderamente, de enraizar en profundidad, no puede ser malo del todo". O la idea de la música como instrumento de muerte; Muray nos dice que vivimos una era donde hay ya máquinas que pueden reproducir música tan fuerte que revientan cristales y paredes, o sea matan.
Las
frases que va disparando son certeras y pétreas. Pocos libros son tan citables
como éste. Podríamos sacar docenas de sentencias o párrafos con los que
salpimentar cualquier artículo. Da para una cuenta de twitter por sí solo. En
sus doce capítulos va desgranando a este enemigo difuso, y por ello temible,
que nos rodea y como un nuevo culto viene a convertirse en religión, ya que nos
obliga a creer en él sin pensar por nosotros mismos.
El
Imperio del Bien es, en suma, un libro inagotable;
merecería un estudio más exhaustivo. Aquí solo podemos reseñarlo a matacaballo.
Vivimos tiempos complicados en los que el poder se presenta sonriendo por el
colmillo izquierdo y envuelto en una forma “pastoral” que, como sostenía el
Foucault de la última etapa, no se contenta con someternos, sino que además
quiere que se lo agradezcamos.
Como
respuesta a esto Muray protesta y grita enseñando el dedo medio.
Para
este pensador vivimos una era de la posthistoria donde el individuo ha sido
desarraigado de toda identidad y solo le queda ser un turista existencial. El
homo sapiens se ha convertido en el homo festivus, cuya degeneración será ya el
mero festivus festivus, un hombre sin atributos que se arrastra por la
superficie del globo sin cuestionarse nada, desfondado, mendigando sexo, adicto
a la jarana y la banalidad perpetuas. Este arquetipo está desarrollado en un
libro, Festivus festivus (conversations avec Élisabeth Lévy), que
no se ha traducido todavía.
El
festivus festivus ha encontrado su habitat en el "Imperio del bien";
o sea, el mundo en el que vivimos hoy.
El
segundo libro, Queridos yihadistas es empero menos
divertido.
Lo
empezó a escribir tres semanas después de los ataques del 11 de Septiembre,
cuando ya empezaba a haber batallas en Afganistán. Tiene algo de breve panfleto
de lectura extenuante y comprimida. Se trata de una supuesta carta a los
terroristas islamistas en la que de alguna manera es cordial con ellos:
"Cabalgando en vuestros elefantes de hierro y fuego, habéis entrado con
furia en nuestra tienda de porcelana. Pero es una tienda de porcelana cuyos
propietarios, desde hace mucho tiempo, se propusieron hacer añicos todo lo que
había allí atesorado". Les explica que han declarado la guerra a una
civilización agotada y agónica, ya carcomida por la sistemática destrucción de
lo que fue su piedra angular: la razón. Y que sin embargo les vencerá porque ya
no tiene ideales, mientras que ellos sí, lo que es su talón de Aquiles.
Para
Muray los occidentales viven en una era de "post-existencia" donde
todo lo que queda es ser "adulescentes", un cruce entre adultos y
adolescentes, que siempre buscan trasgredir la moral y consagrarse a alguna
causa, para así disimular el vacío y las intenciones sibilinas. Ya no hay
valores universales, que han sido sepultados por la eclosión de derechos
individuales.
Lo
más importante en todo caso es la alegría impostada en la cotidianeidad. Y lo
que más ha molestado de los ataques es que han perturbado esa alegría
cotidiana. Aunque a las tres semanas los restaurantes vuelven a funcionar y ya
se oye música por todas partes, signos ambos del restablecimiento de la
"vida normal".
Esta
es la decadencia que defendemos paradójicamente con ferocidad: "¡Temed la
ira del hombre que lleva bermudas!". Hemos acabado con el lenguaje, los
relatos, la dignidad y hasta la conversación; la resistencia contra el islam es
la defensa de la autonomía de la nada frente a una gran religión que no
entiende de sutilezas postmodernas.
"Pelearemos.
Y venceremos. Evidentemente. Porque nosotros somos los muertos", concluye
Muray.
Philippe
Muray es un intelectual reaccionario porque en efecto reacciona. Pero lo hace
desde la modernidad y contra la postmodernidad. Él no anhela desórdenes
primitivos o cantares de gesta, lo que quiere es volver a aquella época en la
que se pensaba que había que actuar con civismo y educación, respetar a los
mayores y, sobre todo, se vivía con la convicción de que las palabras
narraban mundo y por ello podían transmitir la verdad.
Profundo,
irónico y tremendamente urticante, se trata de un autor que merece convertirse
en un pequeño y secreto objeto de culto.
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