5.5.24

Rastacuerismo


El colombiano Rafael Gutiérrez Girardot (1928-2005) fue uno de los críticos literarios más prestigiosos del siglo pasado. Llegó a España en 1953 muy interesado por su literatura; pero pronto empezó a inclinarse por el estudio de la cultura alemana y acabó trasladándose a ese país. Aunque siguió relacionando se hasta su muerte con el mundo universitario español y enviaba contribuciones regularmente a la revista barcelonesa Quimera, por lo general muy despreciativas con todo lo peninsular.

La faceta que más ataca de los españoles es la de la “simulación majestuosa intelectual” o rastacuerismo. En el siglo XIX, nos explica, los parisinos llamaban “rastaquouére” a los extranjeros, iberoamericanos sobre todo, que se paseaban derrochadores por su ciudad sin conocerse sus “medios de existencia”. Rubén Darío le dedicará una glosa al término, que usará contra el chovinismo de los propios franceses. Gutiérrez Girardot lo reorientará contra los “intelectuales” que basan su título en aparentar un conocimiento que no tienen, siendo los españoles sus principales representantes.

El rastacuerismo consiste en el fingimiento del dominio de las ciencias humanas, afectado y de cara al espacio público, que encubre un rechazo del trabajo sistemático y científico. Lo que se busca sobre todo es la fama, más que mejorar. Se trata de repetir fórmulas vacías, citar autores de moda, utilizar conceptos gratuitamente complejos y saber racionar los silencios para dejar que el oyente crea que son reveladores.

El rastacuero siempre tiene que dar a entender que sabe más de lo que se puede rebajar a demostrar, y que por cortesía va a dejar que quien le escuche busque el sentido de las ausencias. Suelta ideas que asegura no tener tiempo o ganas para desarrollar, pero cruza los dedos esperando que no le obliguen a hacerlo. Si dice, “esto sería muy propio de determinadas corrientes de la ética actual, pero no nos meteremos en ello”, quiere decir por supuesto que no sería capaz de profundizar en el tema, básicamente porque lo que conoce no son más que retazos que ha captado a matacaballo en Wikipedia.

Así degenera la figura del intelectual, que acaba convertido en una especie de cacique de la cultura.

Nadie duda de que nuestros célebres doctos tienen bastante de farsantes, pero Gutiérrez Girardot se deja llevar por cierta ojeriza contra la antigua metrópolis al reducir el rastacuerismo solo a españoles cuando hay tanto europeo que merece el calificativo. Basta leer o acudir a algunas conferencias para entender que el rastacuerismo es hegemónico en la mayor parte de la producción humanística europea. Textos que comentan textos, que refutan textos que ratifican textos. Nada es auténtico, todo mera jerigonza en la mayor parte de los casos. Lacan, Heidegger, Derrida… la lista es inabarcable.

¿Qué soluciones tiene el rastacuerismo? No muchas, ya que todas las civilizaciones han tenido vendehúmos. Además la nuestra es ya postindustrial, por lo que son legiones las personas que se tienen que dedicar a cosas no prácticas para canalizar el exceso de mano de obra. Nosotros proponemos una posible contención de daños:

 

ADENDA

Unas sencillas propuestas para reflotar la filosofía en España

-Queda prohibido que los curas, los seminaristas o incluso los monaguillos se reciclen en filósofos hasta que no se quiten realmente los hábitos.

Lamentamos mucho la pérdida de las certezas que la fe prodiga, pero la filosofía no es una sustituta de la religión. La filosofía no es una teología laica; en consecuencia no reclama exégesis sistemáticas, ni adhesión escolástica a la pureza de un texto revelado. Recitar coránicamente las palabras de Kant, Marx o Husserl no es ser un filósofo, es ser un papagayo. La filosofía se hace pensando contra los grandes filósofos, no siendo sus adeptos incondicionales.

La filosofía no es una fe de recambio. Los ex piadosos varios pueden hacerse aficionados al tai chi, al zarzen, al karaoke o a lo que tengan a bien, pero no tienen derecho a seguir embarrando a la filosofía con sus anhelos de dogmas y de la cálida familiaridad de la servidumbre intelectual.

 

-Cualquier filósofo que utilice el “yo” en una argumentación quedará inhabilitado para siempre.

Todos hemos tenido una infancia traumática; no sabíamos jugar al fútbol, teníamos acné y tartamudeábamos al hablar con las chicas guapas.  Sin duda a la filosofía se llega por deficiencias personales; si supiéramos hacer algo importante no seríamos filósofos. Pero eso no autoriza a resarcir el ego herido convirtiéndolo en el centro del sistema filosófico. A los demás nos importa un pito tu “yo”. El “yo” queda para la psicología, la poesía o la autoayuda, pero hiede en filosofía. No se hace filosofía mirándose uno pensar.  Cómo percibe el “yo”, lo que siente o sus intereses, su intencionalidad o su conciencia, es tema de teorías científicas, que son falsables; en filosofía esos temas se convierten en explicaciones mitológicas.

Rechacemos los solipismos de baratillo.

       

-Los filósofos podrán elegir a sus autores de referencia pero no los temas filosóficos que traten, que les serán impuestos, y se vetará el uso abusivo de terminología propia de un grupúsculo determinado. Hay que escribir correctamente, no escribir en idioma fenomenólogo o deconstructivista.

Hacerse experto en un autor está muy bien, pero hay que saber hablar de temas diversos que no necesariamente sean el campo de nuestro autor elegido. También hay que ser capaz de comunicarse con otros filósofos que no dominen ni los temas ni la jerigonza del autor al que estemos adscritos. Magnífico conocer a Heidegger al dedillo, por ejemplo, pero eso de ser militantemente incapaz de hablar de cuestiones que le son ajenos es una pérdida de tiempo y dinero del contribuyente. Hay que obligar al filósofo a trabajar temas circunstanciales y que no le interesen, como la economía o la biología; basta de entrar en bucles terminológicos.

Además lo de considerar innecesario “traducir” un léxico grupal a otros filósofos que no tienen una formación determinada merece la expulsión del ágora. La filosofía no es una exhibición semántica. Si nos ponemos en ese plan, a hablar solo el idioma filosófico que hemos aprendido, nos convertimos todos en islas monocordes.

(Y por supuesto nada de parir nuevos términos si no son necesarios, evitemos la multiplicación de los entes).

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