La ciencia ficción es un género literario que no suele dar muchos puntos en las oposiciones a erudito. Se considera que es infantil, poco profunda, y sólo cotizan para el currículum algunos escritores, como Philip K. Dick o J.G. Ballard, y con la condición de que se los tenga como referencias secundarias y que el meollo de las lecturas formativas esté en otros autores más prestigiados. Por ejemplo, en una cuchipanda diletante puedes citar el contexto tecnológico de la soledad torturada de los personajes ballardianos, pero siempre que sea para ilustrar así las reflexiones heideggerianas sobre la técnica. Hay que explicitar que Ballard es meramente accesorio, y en ningún momento puedes dar a entender que es tu principal nutriente intelectual.
Citar a Isaac Asimov entre las élites intelectuales madrileñas, huelga decir, es el equivalente a eructar en una recepción con los reyes. Nadie te lo recriminará directamente, fingirán que no ha pasado, pero verás como poco a poco todos se alejan de tu lado silenciosos e incómodos.
Afortunadamente
aquí no estamos entre las élites intelectuales madrileñas y podemos hablar de
autores realmente importantes, y no de los que hay que lucir porque son los que
se llevan esta temporada.
Asimov
da mucho juego. Sus novelas y ensayos abren temas que distan muchos años luz de
ser fáciles o simples. Incluso él mismo no parece ser consciente de la valía de
su literatura, y en alguna entrevista se muestra como el escritor protagonista
de Misery, obligado a seguir tecleando novelas mediocres porque está
secuestrado por una lectora loca, trasunto de legiones de fans entusiastas,
cuando él lo que querría es estar escribiendo “cosas serias” para un público
más selecto. Pero igual no se da cuenta de que pelmazos que nos cuentan “cosas
serias”, que además son siempre las mismas, hay muchos, y que es más difícil
contar cosas importantes a la gente común a la vez que los entretienes.
El
escritor neoyorquino tiene interés por muchos motivos. Uno es que es fácil de
entender. Escribe sobre todo diálogos, casi no hay acción, y como la
postmodernidad le pilló ya tarde, usa por lo general un narrador omnisciente,
lineal y confiable. Las ideas que nos propone aparecen desnudas, sin juegos
metaliterarios, por lo que podemos deleitarnos en ellas directamente,
ahorrándonos el engorro de tener que descifrarlas primero. Si esto significa entonces que es mala
literatura, peor para la literatura.
Otra
cuestión que hace a Asimov tan interesante es que escribió tanto el inicio de la
saga de Fundación como la de los robots, así como muchos de sus cuentos más
famosos, en los años cincuenta, e incluso cuando vuelve al género en los años ochenta,
lo hace con el espíritu de aquella época dorada de la ciencia ficción (y del progreso tecnológico) . Una
época en la que Estados Unidos, y la ciencia ficción como ejemplo destacado,
vivían lo que Peter Thiel, en su magnífico De cero a uno, llama optimismo
definido. Un zeitgeist en el que se cree en la idea de progreso
material y científico, y en que la civilización tiene en su naturaleza ir demostrando
que no hay fronteras inalcanzables. En aquella época la cuestión era cuánto se
tardaría en tener coches voladores, ciudades submarinas o establecimientos
permanentes en la Luna. Ahora vivimos tiempos tan indefinidos y pesimistas que
la sola idea de creer posible tales avances se considera vintage. Es
todo tan triste que la propia idea de futuro de promisión pertenece al pasado. Así lo
muestra, coherentemente, la ciencia ficción actual, donde priman las distopías,
con sus regímenes tenebrosos y sus tecnologías asesinas.
Asimov,
científico de formación, es contrario a retozar en la miseria humana y hace
literatura programática, liberal si se quiere decir así. Se esfuerza en describir escenarios plausibles, con aspectos positivos y negativos, y en
plantear dilemas concretos que pueden resolverse con la razón. O sea, la
realidad de nuestro día a día, pero con robots kantianos y en algún planeta con océanos de selenio.
Esto
le convierte en un manual al que podemos volver siempre que queramos
reflexionar sobre tecnología y condición humana, sin aspavientos ni postureos
melodramáticos.
En
esta onda se mueve Fernando Bonete Vizcaíno, que acaba de publicar La guerra
imaginaria. Desmontando el mito de la inteligencia artificial con Asimov.
Aquí el escritor neoyorquino le sirve al
autor para reflexionar sobre la IA, y con él llega a la conclusión de que nos
están metiendo un miedo infundado y de que no existe ni existirá en los
próximos años un Skynet vengativo.
En
la solapa del libro se nos dice que el tal Bonete se deja ver por el CEU y por
la Universidad Europea de Madrid, lo que tal vez explique por qué habla tan
libremente de un autor como Asimov. En las universidades privadas, y en concreto
en las disciplinas que no son Filosofía, me da la sensación de que se ha orillado
la necesidad de tributar como intelectual. Eso desde luego tiene que ser muy
liberador ya que permite hablar de lo que se quiera. O por otro lado, en la
biografía han evitado especificar la fecha de nacimiento del autor, que por la
foto parece un chaval. También pudiera ser que es tan joven que hasta los
editores pensaron que datarle iba a restar credibilidad. Estaríamos entonces
ante una obra producto de la inconsciencia juvenil, y en unos años este mismo
autor tal vez nos hablará gesticulante del rizoma deleuziano, o de las teorías
queer de Butler, renegando de haber escrito en el pasado un libro sobre alguien
tan pueril como Asimov.
En
cualquier caso, aquí y ahora, La guerra imaginaria es un buen
libro. Se centra sobre todo en el
estudio de las cuatro novelas de los robots, en algunos de los relatos de Visiones
de robots, y en los dos últimos libros de la saga Fundación, que son en las
que Asimov empieza a torcer la trama para poder unir ambas series, la de los robots
y la de Fundación, y así crear una historia del futuro como la de Robert
Heinlein. Este recurso al final de sus años, sin duda forzado porque ambas
series tenían en principio poco en común, podrá ser una seriebada más que
arrojarle a Asimov por parte de los críticos literarios, pero desde un punto de
vista de los aficionados, estructura y asienta una mitología de la que podremos
estar sacando chicha durante los próximos eones.
Bonato
hace varias referencias a Rodolfo Martínez y su magnífica La ciencia ficción
de Isaac Asimov. Este libro es una guía de lectura impagable de la obra del
neoyorquino, algo que en gran parte también es La guerra imaginaria. De
hecho, ambas lecturas son complementarias. Uno no puede evitar pensar en lo
afortunado que sería un adolescente que diera con los dos libros, y se propusiera
leer todo Asimov poco a poco, siguiendo un orden, consultando siempre ambos
manuales. Qué experiencia para unos meses de una vida en la que todavía se es
permeable, susceptible de asombro; qué hermosa base sobre la que construir un
mundo intelectual propio.
La
guerra imaginaria es un buen título. Muy diciente. La guerra
contra las máquinas no existe, es una guerra que nos han metido en la cabeza
para asustarnos y que pidamos al poder que sea más poderoso para protegernos
con más fuerza. Tiene sentido que las élites recelen del progreso tecnológico.
Éste puede hacer que las circunstancias cambien para mejor, y cuando estamos
mejor necesitamos menos protección.
La
idea de robots rebelándose contra los seres humanos es un escenario que no
tiene atisbos de materializarse en ningún momento próximo. De hecho los robots
que existen actualmente son bocetos rudimentarios comparados con los que
imaginó Asimov. Sólo el estancamiento tecnológico que padecemos desde los años
setenta explica que a día de hoy no tengamos nada que ni ligeramente sea similar
a Robbie o a R. Daneel Olivaw. Robots así ya tendrían que estar preparando
espacios habitables para el ser humano en la Luna o en Marte. Tendríamos que
tener listos ya tales pioneros positrónicos.
En
cuanto a la IA, los trabajos de Roger Penrose y otros nos han dejado claro que no
tendría pasiones de dominio, salvo que nosotros la programáramos para tenerlas.
Es absurdo tener miedo hoy al Chatgpt, o al creador de imágenes de Google que
dibuja nazis negros. Unas inteligencias tan estúpidas poco daño pueden
hacernos. Y lamentablemente son demasiado inútiles de momento como para
pedirles que elaboren medicamentos o ayuden a elaborar planes contra la pobreza en
Zambia.
Lo
que el libro de Bonete nos recuerda, finalmente, es que para comprender temas
importantes como la IA es mejor recurrir a optimistas definidos como Asimov, no
a intelectuales retorcidos que proyectan en el futuro sus oscuridades
interiores.
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