Paul Edward
Gottfried (n. 1941) es uno de los principales referentes académicos del
paleoconservadurismo o conservadurismo nacional estadounidense. De origen judío,
hijo de un refugiado húngaro, formado en Yale, su director de tesis doctoral
fue nada menos que Herbert Marcuse, el autor de cabecera de los movimientos
contraculturales de los años sesenta. Desconocemos la biografía de Gottfried,
pero por lo que él mismo sugiere, fue marxista en su juventud. No podemos afirmar
que ya no lo sea. Es anticomunista y nacionalista estadounidense pero su
alegato es compatible en lo metodológico con el materialismo filosófico.
El libro se escribió cuando ya
había caído el muro de Berlín y la globalización de los años noventa había
deslocalizado muchas industrias acabando así con la clase trabajadora
tradicional. Todo este proceso se analiza en el libro. Se mencionan también las
nuevas políticas identitarias como distracción para evitar que surja la conciencia
de clase, y eso que por entonces no eran tan exageradas como ahora. Aquí se nos
cuenta cómo se llegó al vigente totalitarismo del arcoíris refractario a lo
económico.
Gottfried se pregunta en qué momento se jorobó el
marxismo. Su familiaridad con él se evidencia en todo el metraje. Conoce a sus
clásicos y los enmienda con conocimiento de causa. Lo hace desde el
paleoconservadurismo, pero no parece negar la mayor de Marx en ningún momento,
sólo de sus epígonos.
Por ejemplo, critica a Gramsci por no ser realmente
marxista; le echa en cara haber creado una teoría de la hegemonía que obvia las
condiciones materiales e históricas para privilegiar el control del discurso
por parte de las élites, o dicho de otra manera, el italiano sustituye un
estudio de la realidad económica que tenga como objetivo mejorar la calidad de
la vida por una lucha por el poder basada en la imposición de un relato
legitimador, que más que verdadero sea eficaz. Pero la hegemonía es lo que te
oculta que no tienes la hegemonía. Llevamos décadas con la monserga gramsciana,
y salvo aburrirnos y haberse ganado a grupos minoritarios huérfanos de religión, tampoco
parece que la izquierda pueda modificar completamente a la sociedad a golpe de
relato. La amedrenta, y ésta calla, pero no parece que décadas de control de
las “fuerzas irradiadoras de cultura” hayan conseguido sus objetivos. El pueblo
sigue viviendo según lo que entiende por sentido común y por ello la civilización
no ha colapsado. Y por cierto que lo que
demuestra que la obra gramsciana es poco más que una tecnología de poder es el
hecho de que Viktor Orbán es hoy su lector más prominente (Lástima que Gottfried
no llegara a estudiar el caso de Ernesto Laclau, tan similar al de Gramsci y
todavía más pueril intelectualmente).
A la Escuela de Frankfurt le reprocha haber despolitizado al marxismo al convertirlo en una mera fuerza moralizadora de las clases populares, identificando
todo lo tradicional, religioso y comunitario como “fascista” (fueron los
primeros en banalizar el uso del término), y otorgando así al Estado el deber
de reeducar a los trabajadores para convertirlos en perfectos cosmopolitas
progresistas. A Theodore Adorno y Jürgen Habermas, en concreto, les dedica
bastante espacio y no salen nada bien parados. Al primero le acusa de ser un
cipayo del imperialismo estadounidense que pretende destruir al pueblo alemán
para convertirlo en una jauría americanizada de consumidores sin raíces; al
segundo le reprocha ser un apologeta de la censura de toda forma de cultura
vernácula y localista que no encaje en el neoliberalismo postmoderno.
Foucault irrumpe también en estas páginas para transformar la justa
contestación laboral en el facilón tema de escandalizar moralmente a las clases
medias, o sea, politizar los genitales.
Gottfriend afirma que todo eso son degeneraciones de
un genuino discurso materialista. En algún momento se redujo el pensamiento
marxista a una casta de seres de luz al servicio del capitalismo financiero,
cuando su función tendría que ser luchar del lado del pueblo por algo tan
básico como poder llegar a fin de mes, o que una familia trabajadora pueda
atesorar un hogar decente en propiedad, y sobre todo que sus hijos tengan la
oportunidad de vivir como mínimo un poco mejor que sus padres.
Por el contrario, Gottfried habla con neutralidad, lo
que en este punto es lo mismo que decir que es elogioso, de Louis Althusser y
Roger Garaudy. Ambos filósofos estuvieron encuadrados dentro del Partido
Comunista Francés durante mucho tiempo, los dos fueron igual de ortodoxos y
partidarios de repensar a Marx sin desarmarlo políticamente y, sobre todo, moran
en el cielo de los olvidados por la izquierda postmoderna.
No se trata, en ningún caso, de blanquear crímenes
horrendos, ni de reivindicar notorios errores intelectuales. Pero Marx tenía
razón en muchas cosas y ya va siendo hora de rescatarle de sus albaceas.
Las clases sociales existen, son reales y tienen un
carácter económico, no (o no sólo) cultural, genital o epidérmico. Cuando el
autor de El Capital decía que una minoría plutócrata explota a
la mayoría trabajadora estaba haciendo un retrato naturalista de nuestras
sociedades. Que ahora esta minoría plutócrata, en lugar de industrial, burguesa
y conservadora, sea financiera, ecofriendly y cosmopolita, no le hace menos
abyecta.
Gottfried en el siglo XXI lleva el antagonismo de
clases a los trabajadores nacionales pauperizados por las élites
globalistas neoliberales. Una vez más, un mismo esquema con saludables aires de
familia marxistas, pero distinto contenido adaptado a su tiempo.
Si el paleoconservadurismo tiene que ser la voz de las clases populares de nuestro tiempo, heredando de esa manera el lugar del marxismo primigenio, que así sea. Todo vale para combatir el borrado de las clases sociales y recuperar la dimensión económica de la política.
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