Continuamente escuchamos a gente bondadosa lamentándose porque las humanidades pierden terreno en el mundo actual. Ya sea por culpa del maligno neoliberalismo, que nos quiere productivos pero sin alma, o de los políticos, que nos quieren sencillamente brutos, parece como si hubiera una conjura perversa que nos arrastra a un mundo tenebroso sin las celebérrimas humanidades. Se deduce de tal catastrofismo que estas disciplinas académicas deben de ser la luz del progreso y la panacea de la felicidad personal, y que sin ellas el averno sería nuestro hábitat cotidiano.
A las humanidades -signifique el término lo que signifique- se les rinde hoy una reverencia religiosa. Es una herejía ponerlas en duda. Son en definitiva un mito moderno, algo similar al mito de la cultura que tan bien describió Gustavo Bueno.
Es natural que se hayan convertido en una monserga, que es lo que suele pasarle a los mitos cuando se agotan. El diccionario define monserga como “una exposición o petición fastidiosa o pesada”. Así que no es incorrecto hablar de la monserga de las humanidades. Un lamento irritante y sin final que se repite hasta el hastío. Que si quieren quitarnos las humanidades de los planes de estudios, que si con las humanidades ausentes se desfonda el proyecto europeo, que si sin las humanidades volvemos al paleolítico. Así, en bucle, hasta el hartazgo, sin que se considere necesario justificar esa supuesta grandiosa importancia de las humanidades o tan siquiera qué son, qué esquema tienen y cómo se organizan.
Para entender el origen de la monserga de las humanidades empecemos con un poco de contextualización.
Humanismo viene de la palabra latina humanitas, que es la que empleó Cicerón para traducir paideia, un término que como es sabido designaba el ideal educativo de la Grecia antigua. En la Italia del siglo XIV se hablaba de humanismo para referirse a la vertiente literaria del Renacimiento, un período obsesionado con cerrar la era medieval y con buscar fuentes civilizatorias que nada tuvieran que ver con la teología. Con este propósito recurrieron a la antigüedad clásica, cuya visión del hombre les parecía más próxima a sus ideales. Ser humanista implicaba entonces un interés por recuperar los autores, las lenguas y la retórica clásicas, y para ello surgieron las disciplinas de los studia humanitatis, las humanidades.
Las humanidades tuvieron una finalidad muy determinada desde el principio. Surgieron como oposición a la escolástica, que entonces era hegemónica en la academia. Frente a explicaciones trascendentales y autoridades divinas, los renacentistas querían unas ciencias que les mostraran la grandeza de un hombre racional que encontraba su plenitud en la inmanencia. Tuvieron éxito; gradualmente y a través de distintas épocas, el centro de gravedad pasó de Dios al hombre. Las humanidades triunfaron, y entre el siglo XVIII y XIX ya pocos recurrían ya a elucidaciones bíblicas e imperaba un redundante consenso humanístico dentro de las humanidades.
Aunque también los estudios de humanidades empezaron a quedarse anticuados. La revolución francesa y la revolución industrial cambiaron la faz del mundo, y amaneció la modernidad, con sus estados nacionales, su capitalismo y sus rutas globales. Se requería entonces de unas humanidades útiles en el sentido más económico del término. Hablar latín a la hora de la merienda y recitar a Homero en las fiestas de la corte podría lucir bien, pero no era rentable para el nuevo orden.
El ideal vaporoso del uomo universale tampoco iba a ningún sitio. Demasiado abstracto. Darwin le dio la puntilla; a partir de él sería la biología la que explicara al hombre. Marx ampliaría el espectro subrayando el aspecto económico. Y Freud encontraría respuestas a la conducta humana en un continente secreto llamado subconsciente.
Desde luego la idea del hombre como criatura elevada por encima de su condición por no se sabe qué benignas dignidades se había acabado. Las humanidades ya no eran necesariamente humanísticas; su objeto de estudio ahora era a un mono dependiente de las estructuras materiales que mira raro a su madre.
Es más, las humanidades humanísticas, tan innovadoras en su momento, empezaron a oler a reaccionario, estigma letal de los nuevos tiempos. En el siglo XX sonaban sencillamente a repicar de los tambores de Occidente en sus guerras de conquista. Perdieron cualquier halo de honorabilidad que les quedara; el progreso era postmoderno, o sea, igualador de prestigios. Vale lo mismo Cervantes que Jim Carrey.
Aunque quedó la leyenda de las humanidades. O sea, la monserga.
Pero ¿qué pretende defender la monserga de las humanidades?
Si las humanidades son los estudios de “género postneodecoloniales” y el dassein heideggeriano, entre otras excentricidades actuales, bien merece que demos más importancia a los conocimientos técnicos. Necesitamos ingenieros que construyan puentes, investigadores que venzan enfermedades o interpretadores del big data. No militantes de la autofagia académica, productores de textos y debates que no interesan a ninguna persona de verdad, o sea, a nadie que tenga que madrugar para ir al trabajo.
La monserga de las humanidades tiene a gala defender los saberes inútiles, que es lo mismo que defender a profesores inútiles ¡Por supuesto que todo saber tiene que tener una rentabilidad de algún tipo! Que el saber sirva para el progreso científico o a la ampliación de los horizontes vitales del individuo. O cuanto menos que dé algún beneficio monetario.
Las almas bellas que abominan de interés económico suelen ser retorcidos apologetas de un ineficaz status quo. No debemos financiar con dinero público la enésima publicación sobre el rizoma deleuziano desde la performatividad queer, cuando hay laboratorios sin presupuesto para desarrollar nuevas vacunas. Sobran cantamañanas estériles que viven del erario público, nos faltan constructores de prosperidad.
¿Para qué queremos humanidades sin priorizar la defensa de la civilización? Si las humanidades son lo que hemos visto que se entendía antes, o sea una vuelta a los clásicos, tampoco avanzamos gran cosa. El importantísimo poeta norteamericano Ezra Pound, por ejemplo, ilustró muy bien esta nostalgia de la sabiduría clásica. Entre sus odas a Musollini y sus espumarajos antisemitas encontró tiempo para declamar en su Cántico del Sol: “The thought of what America would be like If the Classics had a wide circulation Troubles my sleep”.
(Se ve que uno puede adorar a Cicerón y justificar la invasión de Abisinia sin despeinarse. ¿Acaso no son adorables las humanidades? Sirven para erigir un palacio de la ópera entre escombros de analfabetismo y miseria.)
El meollo es quitarle a las humanidades lo que tienen de monserga. Actualizarlas. Democratizarlas. No son buenas porque sí y sus defensores suelen ser sus peores enemigos. Tienen que ser universales y apuntar al ciudadano medio. Hay que incorporarlas a la realidad. Un curso monográfico en una universidad pública sobre el idealismo en el primer Husserl es un insulto al contribuyente. Emocionarse ante una película de Bergman es tributar al kitsch, pero de poco sirve en la elaboración de un mañana mejor. Recibamos con el dedo medio a quien nos diga que no leamos a Jared Diamond pero sí a Michel Foucault.
Las humanidades tienen que ser útiles para el mundo laboral, al tiempo que por supuesto construyan ciudadanía. Nos sirve la bioética, nos sobra la french theory. Las nociones de derecho y economía son vitales en nuestros días, alguien que recita la Odisea en su idioma original nos resulta prescindible. Necesitamos aprender inglés y mandarín, el latín y el arameo lo dejaremos para divertimento de ociosos. Hay que saber leer lenguajes informáticos, no jeroglíficos egipcios.
Las humanidades tienen que ser liberadoras, no un lujo que ostentar para darse relevancia social.
Entre la dicotomía civilización o cultura, apostaremos por la civilización, que es dinámica y por definición progresa. La cultura empero es estática y autocomplaciente. Queremos nuevas tecnologías al servicio de la educación universal, a la formación de cuadros medios. Aspiremos a un país de emprendedores que lean a pensadores accesibles y tengan sentido del deber, no a catedráticos narcisistas embriagados de jerigonza postestructuralista.
Y sobre todo libremos a las humanidades de sus controles ideológicos. Que desde el poder no se pueda decretar lo que son, o que no nos impongan unos autores o unos temas. Resistamos los totalitarismos epistemológicos. Hay mezquinos juegos de poder en la intervención política de las humanidades. Las manipulan y encima esperan que las amemos; como si fuera nuestro deber acatarlas. Pero dependiendo del caso, estaríamos mejor sin ellas y conformándonos con un saber vernáculo, con lo que nos enseñaban nuestras abuelas mientras preparaban la sopa tradicional de su pueblo.
Quitémonos el complejo. Acallemos la monserga. Unas humanidades que no nos ayudan personal y profesionalmente no merecen ni nuestro tiempo, ni nuestro dinero, ni nuestro respeto.
A las humanidades -signifique el término lo que signifique- se les rinde hoy una reverencia religiosa. Es una herejía ponerlas en duda. Son en definitiva un mito moderno, algo similar al mito de la cultura que tan bien describió Gustavo Bueno.
Es natural que se hayan convertido en una monserga, que es lo que suele pasarle a los mitos cuando se agotan. El diccionario define monserga como “una exposición o petición fastidiosa o pesada”. Así que no es incorrecto hablar de la monserga de las humanidades. Un lamento irritante y sin final que se repite hasta el hastío. Que si quieren quitarnos las humanidades de los planes de estudios, que si con las humanidades ausentes se desfonda el proyecto europeo, que si sin las humanidades volvemos al paleolítico. Así, en bucle, hasta el hartazgo, sin que se considere necesario justificar esa supuesta grandiosa importancia de las humanidades o tan siquiera qué son, qué esquema tienen y cómo se organizan.
Para entender el origen de la monserga de las humanidades empecemos con un poco de contextualización.
Las humanidades tuvieron una finalidad muy determinada desde el principio. Surgieron como oposición a la escolástica, que entonces era hegemónica en la academia. Frente a explicaciones trascendentales y autoridades divinas, los renacentistas querían unas ciencias que les mostraran la grandeza de un hombre racional que encontraba su plenitud en la inmanencia. Tuvieron éxito; gradualmente y a través de distintas épocas, el centro de gravedad pasó de Dios al hombre. Las humanidades triunfaron, y entre el siglo XVIII y XIX ya pocos recurrían ya a elucidaciones bíblicas e imperaba un redundante consenso humanístico dentro de las humanidades.
Aunque también los estudios de humanidades empezaron a quedarse anticuados. La revolución francesa y la revolución industrial cambiaron la faz del mundo, y amaneció la modernidad, con sus estados nacionales, su capitalismo y sus rutas globales. Se requería entonces de unas humanidades útiles en el sentido más económico del término. Hablar latín a la hora de la merienda y recitar a Homero en las fiestas de la corte podría lucir bien, pero no era rentable para el nuevo orden.
El ideal vaporoso del uomo universale tampoco iba a ningún sitio. Demasiado abstracto. Darwin le dio la puntilla; a partir de él sería la biología la que explicara al hombre. Marx ampliaría el espectro subrayando el aspecto económico. Y Freud encontraría respuestas a la conducta humana en un continente secreto llamado subconsciente.
Desde luego la idea del hombre como criatura elevada por encima de su condición por no se sabe qué benignas dignidades se había acabado. Las humanidades ya no eran necesariamente humanísticas; su objeto de estudio ahora era a un mono dependiente de las estructuras materiales que mira raro a su madre.
Es más, las humanidades humanísticas, tan innovadoras en su momento, empezaron a oler a reaccionario, estigma letal de los nuevos tiempos. En el siglo XX sonaban sencillamente a repicar de los tambores de Occidente en sus guerras de conquista. Perdieron cualquier halo de honorabilidad que les quedara; el progreso era postmoderno, o sea, igualador de prestigios. Vale lo mismo Cervantes que Jim Carrey.
Aunque quedó la leyenda de las humanidades. O sea, la monserga.
Pero ¿qué pretende defender la monserga de las humanidades?
La monserga de las humanidades tiene a gala defender los saberes inútiles, que es lo mismo que defender a profesores inútiles ¡Por supuesto que todo saber tiene que tener una rentabilidad de algún tipo! Que el saber sirva para el progreso científico o a la ampliación de los horizontes vitales del individuo. O cuanto menos que dé algún beneficio monetario.
¿Para qué queremos humanidades sin priorizar la defensa de la civilización? Si las humanidades son lo que hemos visto que se entendía antes, o sea una vuelta a los clásicos, tampoco avanzamos gran cosa. El importantísimo poeta norteamericano Ezra Pound, por ejemplo, ilustró muy bien esta nostalgia de la sabiduría clásica. Entre sus odas a Musollini y sus espumarajos antisemitas encontró tiempo para declamar en su Cántico del Sol: “The thought of what America would be like If the Classics had a wide circulation Troubles my sleep”.
(Se ve que uno puede adorar a Cicerón y justificar la invasión de Abisinia sin despeinarse. ¿Acaso no son adorables las humanidades? Sirven para erigir un palacio de la ópera entre escombros de analfabetismo y miseria.)
El meollo es quitarle a las humanidades lo que tienen de monserga. Actualizarlas. Democratizarlas. No son buenas porque sí y sus defensores suelen ser sus peores enemigos. Tienen que ser universales y apuntar al ciudadano medio. Hay que incorporarlas a la realidad. Un curso monográfico en una universidad pública sobre el idealismo en el primer Husserl es un insulto al contribuyente. Emocionarse ante una película de Bergman es tributar al kitsch, pero de poco sirve en la elaboración de un mañana mejor. Recibamos con el dedo medio a quien nos diga que no leamos a Jared Diamond pero sí a Michel Foucault.
Las humanidades tienen que ser útiles para el mundo laboral, al tiempo que por supuesto construyan ciudadanía. Nos sirve la bioética, nos sobra la french theory. Las nociones de derecho y economía son vitales en nuestros días, alguien que recita la Odisea en su idioma original nos resulta prescindible. Necesitamos aprender inglés y mandarín, el latín y el arameo lo dejaremos para divertimento de ociosos. Hay que saber leer lenguajes informáticos, no jeroglíficos egipcios.
Las humanidades tienen que ser liberadoras, no un lujo que ostentar para darse relevancia social.
Y sobre todo libremos a las humanidades de sus controles ideológicos. Que desde el poder no se pueda decretar lo que son, o que no nos impongan unos autores o unos temas. Resistamos los totalitarismos epistemológicos. Hay mezquinos juegos de poder en la intervención política de las humanidades. Las manipulan y encima esperan que las amemos; como si fuera nuestro deber acatarlas. Pero dependiendo del caso, estaríamos mejor sin ellas y conformándonos con un saber vernáculo, con lo que nos enseñaban nuestras abuelas mientras preparaban la sopa tradicional de su pueblo.
Quitémonos el complejo. Acallemos la monserga. Unas humanidades que no nos ayudan personal y profesionalmente no merecen ni nuestro tiempo, ni nuestro dinero, ni nuestro respeto.
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