29.1.23

El contorno del abismo

Hace años me embriagué de malditismo con las biografías que J. Benito Fernández escribió sobre los poetas Leopoldo María Panero -El contorno del abismo- y Eduardo Haro Ibars -Los pasos del caído-. Como ambos tuvieron vidas entrelazadas los dos libros se complementan perfectamente, y nos dejan la crónica de unas vidas supuestamente derrotadas por su tiempo y su país.
Pero lo malo de releer lo que nos cautivó de jóvenes es que ahora que tenemos canas y barriga, y rezumamos hipotecas, hijos y otras impertinencias por el estilo, ya hemos agotado nuestra capacidad de fascinación por los autoproclamados genios que se inmolan por su arte, y lo que nos gusta es la gente confiable y que da la tabarra lo menos posible.
He terminado renqueante la relectura del primero, el de Panero, porque no me gusta dejar los libros a la mitad, pero han sido unos días de recorrer con mueca de desagrado el periplo vital de un señor que no me ha interesado ni lo más mínimo (con todo mi respeto hacia él, que ya mora en el barrio de los acostados).
El de Haro Ibars ni siquiera voy a empezarlo, para evitar tener que leerlo también completo a regañadientes.

22.1.23

Autoficción. Una ingeniería del yo

“Autoficción” es un término de esos que dan un poco de pereza. Ha sido utilizado hasta el hartazgo y hoy ya es un poco material de kitsch. Así que podríamos buscar otro más adecuado, pero como acatamos el mandato de Ockham de evitar la multiplicación de los entes, vamos a ir tirando con él.

Sergio Blanco, que es un autor teatral uruguayo-parisino, ha escrito Autoficción. Una ingeniería del yo, un libro tan breve como un artículo largo, y que es una reflexión sobre este subgénero. Tiene dos partes, una primera que es una introducción más general, y una segunda que es un repaso a su propia obra, que no conozco, para poner ejemplos de su concluyente Decálogo de un intento de autoficción.  

15.1.23

Una vida sin fin



No nos engañemos, Frédéric Beigbeder no entrará en el canon literario. Sus libros se leen bien, son divertidos a la par que ácidos, y sabe tocar temas polémicos que agilizan las ventas. Pero seguramente llegará un día en que le olvidemos con la mayor de las tranquilidades y tampoco pasará nada. Su referente es Houellebecq y de hecho siempre intenta que los relacionen, pero no llega a esos kilovatios de potencia, su pesimismo no es tan refulgente como el del maestro.
Aunque dicho esto, sus libros son buena compañía en las tardes sin mucho que hacer. Ha publicado varias novelas en los últimos años, y como son de autoficción, o sea que se narra más o menos a él mismo, hemos podido ver su evolución personal, desde el joven talentoso y psicoactivo de 13,99 al cincuentón con miedo a la muerte de su última novela, Una vida sin fin. 
Publicada en Anagrama y ubicada en un supuesto género de “ciencia no-ficción”, ésta es una novela que incluye entrevistas a científicos reales insertadas en la narración, así como listados independientes de cosas por las que merece la pena vivir, y las diferencias entre tener veinte o cincuenta años, y las ventajas y desventajas de los robots, y alguna otra lista más.

8.1.23

Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos

 

Empecemos con una confesión: He leído varios libros de Emmanuel Carrère, pero ninguno me ha interesado nunca. Me parece el típico ejemplo de escritor mediocre cuyo único mérito es haber nacido en un país con una industria de alquimia cultural capaz de convertir cualquier flatulencia literaria en la última moda intelectual del momento.  O sea, que si en lugar de francés hubiera sido eslovaco o tailandés no le conocería ni el tato. 

Pero Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Un viaje a la mente de Philip K. Dick es una dignísima introducción a la obra del autor norteamericano y no un ejercicio masturbatorio al uso de Carrère (literalmente, ¿alguien sabe por qué hay tantas pajas en sus novelas). Así que lo que interesa de este libro es el biografiado y no el ego inmarcesible del biógrafo, que afortunadamente aquí chupa poca cámara.

1.1.23

Velocidad de escape



Un libro que pretendió encapsular las tendencias culturales y tecnológicas más innovadoras de su tiempo tendría que haber caducado muy pronto. Sin embargo Velocidad de escape. La cibercultura en el final del siglo, publicado en 1995 por Mark Dery, sigue siendo un texto fecundísimo. Escrito antes de la generalización del uso de internet, supo anticipar el mundo en el que vivimos hoy con una precisión epatante. Su autor es de esos que demuestran que llevan toda la vida estudiando la cuestión, que la aman, y que además saben comunicar. Es difícil resultar tan pedagógico y entretenido. Los ejemplos concretos que cita de la cibercultura de los años ochenta y primeros noventa han quedado muy atrás, pero aquellos temas iniciales siguen vigentes y sus dilemas de entonces son ahora nuestro día a día.

El título hace referencia a la velocidad con la que un objeto vence la fuerza gravitatoria del planeta, como hace una nave espacial cuando quiere salir al espacio. Para Dery la tecnología está alcanzando esa velocidad, ya que se está independizando de los hombres y planteando sus propias metas. Y mediante la tecnología a su vez los hombres están llegando a su propia velocidad de escape con respecto a sus cuerpos y sus inmanencias, porque el ciberespacio y la genética les permiten superar la realidad física que les ha sido impuesta.