Nubiola ya advierte en la introducción que su libro se parece más a un manual de autoayuda que a un sesudo tratado de metodología. Ciertamente mantiene un tono cordial con sus lectores en todo momento, y más que querer epatar a colegas filósofos con jerigonza académica y obtusos razonamientos, se nota que ha tenido en mente a sus jóvenes alumnos a la hora de redactar, y busca ser para ellos un guía iluminador en las lides de la escritura filosófica.
El taller de la filosofía se compone de cuatro partes de similar extensión, que se pueden leer por separado o consultar puntualmente cuando se necesiten unas sugerencias determinadas. Está destinado principalmente a estudiantes de filosofía, o a interesados en general en la materia, pero en realidad puede ser un manual útil para cualquier lector que quiera escribir algo en el campo de las humanidades.
La primera parte es una apuesta
general por la filosofía como forma de vida, como un medio de relacionarse con
la realidad siempre tributando respeto a la verdad. La segunda es una defensa de
la escritura lenta y trabajada, que busque la inteligibilidad (no es baladí su recomendación
de escribir y reescribir con ordenador hasta encontrar la frase justa). La
tercera y cuarta están más orientadas a los lectores que busquen una salida
profesional en filosofía, y se centra en la elaboración de un currículum
atractivo, en las técnicas de investigación y en el desarrollo de una tesis
doctoral (por ejemplo incluye consejos como reducirse el nombre para publicar
cuando se tiene uno muy largo o evitar citas innecesarias en los trabajos
académicos).
Estas dos últimas partes serán probablemente
las que caduquen con mayor rapidez, ya que tal y como avanza la tecnología, con
sus inevitables consecuencias en el mundo académico, sus indicaciones pronto
quedarán anticuadas. Algo así como sucedió con Cómo escribir una tesis, de
1977, el libro de Umberto Eco que Nubiola menciona, y que ahora ya sólo sigue
vigente en sus propuestas generales, porque como manual de instrucciones se ha
quedado en el tiempo previo a los ordenadores personales.
De cualquier manera, por el momento,
esta segunda mitad del libro sigue siendo un valioso mapa para moverse en el
mundo de la academia, e incluso en el de las publicaciones de no ficción. Porque
salvo que estemos ante un nuevo Platón o un nuevo Kant, cuya genialidad tal vez
abriría puertas por sí misma, el resto de los mortales que intenta hacerse un
hueco en las humanidades en España lo tiene difícil. Hay muchos candidatos para
tan pocas vacantes. Estamos en un gremio además donde se tiende a pensar que el
trabajo se hace literalmente por amor al arte, y que por ello no hay que
pagarlo. Lo que supone un plus de dificultad a quien quiera vivir de esto.
No va a ser fácil, parece decirle
Nubiola a sus alumnos, y aquí nadie regala nada, así que toca un esfuerzo extra
de posicionamiento. No basta con escribir buenos textos, hay que buscar donde
publicar, integrarse en equipos de investigación y, sobre todo, tener mucha tenacidad.
El taller de la filosofía principia, hemos dicho, con una
apología del saber filosófico como forma de vida. Estas páginas iniciales del
libro tienen más que ver con el deber ser de la filosofía que con su
claudicante monotonía diaria. Podemos imaginarnos a los jóvenes lectores de primero
de carrera enervándose, henchidos de ilusiones y promesas, experimentando estos
párrafos como una revelación que les marcará existencialmente. Pero un lector
más ajado recibirá estas páginas iniciales con cierto desdén. Con los años se
descubre que los filósofos realmente existentes no son personas más morales ni
más auténticas, y que la filosofía más que abrir sendas de libertad es esclava
de sus inercias metodológicas y sus sumisiones a los poderes políticos.
Los filósofos realmente existentes no
existen en un plano mejor o más puro que un abogado o un camarero. Son seres
acomodaticios, cobardes y autocomplacientes. Viven encerrados en sus timideces,
presos de contagios miméticos que les hacen estudiar sólo a los autores de
moda, citarlos hasta la náusea, y considerarse más hondamente filósofos según
sea más coránica su adscripción a un sistema. Heidegger, Foucault, Deleuze,… y
alguno más, pero no muchos más, son el objeto de deseo. Los demás filósofos los leen porque creen que
es lo que tienen que leer para mimetizarse con el rol de filósofo, no por lo
que puedan aportar al conocimiento de la realidad.
Todo es una cuestión de opiniones,
evidentemente. Pero igual convendría ir desencantando a los jóvenes que se
introducen en el mundo de la filosofía; no venderles ideales que acabarán por
decepcionarles. Mejor rebajar las expectativas. No van a encontrar respuestas
existenciales en la disciplina, no conocerán a seres de luz en sus conciliábulos.
A la filosofía no se va a elevarse sino a ensuciarse con realidades. Luego sí
merece la pena, cuando la hemos desmitificado, pero es mejor abrazarla desde el
principio como es y no como la idealizamos.
Con todo el respeto al autor, que por
el amor a la enseñanza que rezuma en sus páginas podemos intuir que es una
buena persona, se le escapan zonas menos efervescentes de lo que él llama vida
intelectual. Primero es la cuestión económica. Hace falta manutención para
poder llevar el modo de vida que él propone, y eso ya reduce el cupo de
aspirantes. Nubiola salpimienta su libro con frases propias o de celebridades
en las que se afirma que un filósofo vive en una esfera más auténtica y más
próxima a la verdad que otras personas. O sea, la sempiterna viñeta de filósofos
encantados de haberse conocido. Habría que matizar que son filósofos únicamente
los que pueden permitirse serlo. La vida intelectual de la que habla el
profesor es un verso juvenil subvencionado por los padres o/y por los impuestos
de los conciudadanos. Convendría un poco más de humildad y orientarse en
retribuir de alguna manera a la sociedad.
Segundo, un filósofo no es un poeta.
No necesita vida interior sino exterior. Tiene que reflexionar sobre el mundo,
no sobre su ombligo. Todo eso de la
imaginación, las lecturas y las horas de soledad está muy bien siempre que sea
para estructurar un pensamiento que sirva para algo a los demás, no meramente
para abandonar la adolescencia o superar un primer amor fallido.
Tercero, en la filosofía hay un canon
que hay que acatar para ganarse la vida con ella. No basta con decirle a los
estudiantes que busquen la verdad. Tendrán que limitarse a hacerlo dentro de
unos campos y unos autores predeterminados. La filosofía moldava del siglo XX
igual fue estupenda, la boliviana aún mejor, y hay mil autores más interesantes
que Husserl, pero las revistas donde publicar son las que son y los criterios
para otorgar becas son voluntad del gobierno de turno. La filosofía no es
libre, tiene sus normas y hay que atenerse a ellas. La vida intelectual exhibe
tantas claudicaciones o más que el gris pasar laboral de un oficinista.
Afortunadamente Nubiola parece
anticipar nuestras enmiendas y nos da la clave pronto: “la filosofía es
escritura” (pág. 28). Aquí encontramos el tema del libro, lo que le hace
singular y altamente recomendable. Filosofía no es acumular lecturas y citas,
no es vivir en un mundo autorreferencial, es explicitar un pensamiento por
escrito, o sea, contar con la aprobación de los otros para ser legítima.
El segundo capítulo de El taller de
filosofía es a nuestro parecer el más nutritivo y el más necesario. Está
relacionado con las miserias de esta rama del saber que hemos mencionado. Da en
el blanco, sin explicitarlo, con uno de los mayores problemas de la filosofía
real: la mayoría de los filósofos no saben escribir. Sí, evidentemente, a un
nivel del buen colegial que no comete faltas de ortografía, pero escribir con
claridad, concisión y belleza es territorio vedado para muchos de ellos. Unos
lo hacen mal por verdadera incapacidad. Otros porque creen que escribir
críptico y rebuscado es lo que tienen que hacer para mimetizarse con el rol de
filósofo y así tener algún tipo de valor personal. En ambos casos es escritura
de mala calidad, y con escritura de mala calidad sólo se puede hacer mala
filosofía
¿Por qué hay celebrados filósofos que
escriben tan rematadamente mal?¿Por qué se valora el escribir embrollado y sin
agilidad? De fondo late la sospecha de que hay en ello una voluntad de
convertir a la filosofía en un saber gnóstico, un conocimiento
secreto y minoritario al que sólo se puede acceder mediante un selecto cuerpo
de interlocutores encargado de traducir esa sabiduría para el mediocre público
general. O peor incluso, que sólo sea apta para disfrute de estos
interlocutores.
Los filósofos que escriben con la
pericia del mejor novelista, como Ortega y Gasset, Julián Marías o Fernando
Savater son denigrados por ello, disuadiendo a las siguientes generaciones de
que cuiden la claridad de su exposición. Se establece el razonamiento así de que
para ser buen filósofo hay que escribir mal.
(Gustavo Bueno, que personifica como
nadie la incapacidad para ordenar palabras de tal manera que resulten
comprensibles, acusó a Savater de no hacer tratados de filosofía sino
redacciones escolares. Quizá no va del todo desencaminado. Pero el término
“redacción” es especialmente interesante. Redactar es precisamente lo que sabe
hacer Savater y Bueno no. Éste último creía que escribir obtuso y plúmbeo le
daba cierto empaque prestigiador. Pero eso es sencillamente no saber redactar.
Savater por lo menos sabe encadenar dos o tres frases legibles).
Los que quieren atenerse al rol de
filósofo sostendrán que los anhelos de precisión ontológica no dan para
florituras. Y podemos admitir este argumento, pero es que no todo es metafísica
en la filosofía; también hay filósofos que cuando trabajan materias como la
antropología o la estética, que sí favorece una escritura más viva, siguen con
su prosa de lija.
Y por ganarnos ya definitivamente la
hoguera, habría que preguntarse si se puede considerar que llegan a la
inteligencia media unos señores que no son capaces de escribir al nivel de un
bachiller talentoso o un concejal medio dotado para la retórica.
Así que si a El taller de filosofía
le quitamos las exclamaciones con las que reverencia lo que él llama la vida
intelectual, y nos quedamos con lo que tiene de instructivo para escribir
filosofía y poder vivir de ello, lo saludamos como un buen manual que además apunta,
tal vez involuntariamente, sobre las fallas de la filosofía.
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