2.6.24

El taller de la filosofía


Jaime Nubiola es profesor de filosofía del lenguaje y metodología filosófica en la Universidad de Navarra. También es promotor allí del grupo que estudia la obra de Charles S. Peirce. Ha escrito varios libros e inúmeros artículos sobre lógica y filosofía analítica. Pero para respiro del lector poco avezado en tales disciplinas, que puede ver con prevención el libro de un filósofo con esos intereses intelectuales, El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica es una lectura grata y pedagógica.

Nubiola ya advierte en la introducción que su libro se parece más a un manual de autoayuda que a un sesudo tratado de metodología. Ciertamente mantiene un tono cordial con sus lectores en todo momento, y más que querer epatar a colegas filósofos con jerigonza académica y obtusos razonamientos, se nota que ha tenido en mente a sus jóvenes alumnos a la hora de redactar, y busca ser para ellos un guía iluminador en las lides de la escritura filosófica.

El taller de la filosofía se compone de cuatro partes de similar extensión, que se pueden leer por separado o consultar puntualmente cuando se necesiten unas sugerencias determinadas. Está destinado principalmente a estudiantes de filosofía, o a interesados en general en la materia, pero en realidad puede ser un manual útil para cualquier lector que quiera escribir algo en el campo de las humanidades.

La primera parte es una apuesta general por la filosofía como forma de vida, como un medio de relacionarse con la realidad siempre tributando respeto a la verdad. La segunda es una defensa de la escritura lenta y trabajada, que busque la inteligibilidad (no es baladí su recomendación de escribir y reescribir con ordenador hasta encontrar la frase justa). La tercera y cuarta están más orientadas a los lectores que busquen una salida profesional en filosofía, y se centra en la elaboración de un currículum atractivo, en las técnicas de investigación y en el desarrollo de una tesis doctoral (por ejemplo incluye consejos como reducirse el nombre para publicar cuando se tiene uno muy largo o evitar citas innecesarias en los trabajos académicos).    

Estas dos últimas partes serán probablemente las que caduquen con mayor rapidez, ya que tal y como avanza la tecnología, con sus inevitables consecuencias en el mundo académico, sus indicaciones pronto quedarán anticuadas. Algo así como sucedió con Cómo escribir una tesis, de 1977, el libro de Umberto Eco que Nubiola menciona, y que ahora ya sólo sigue vigente en sus propuestas generales, porque como manual de instrucciones se ha quedado en el tiempo previo a los ordenadores personales.

De cualquier manera, por el momento, esta segunda mitad del libro sigue siendo un valioso mapa para moverse en el mundo de la academia, e incluso en el de las publicaciones de no ficción. Porque salvo que estemos ante un nuevo Platón o un nuevo Kant, cuya genialidad tal vez abriría puertas por sí misma, el resto de los mortales que intenta hacerse un hueco en las humanidades en España lo tiene difícil. Hay muchos candidatos para tan pocas vacantes. Estamos en un gremio además donde se tiende a pensar que el trabajo se hace literalmente por amor al arte, y que por ello no hay que pagarlo. Lo que supone un plus de dificultad a quien quiera vivir de esto.

No va a ser fácil, parece decirle Nubiola a sus alumnos, y aquí nadie regala nada, así que toca un esfuerzo extra de posicionamiento. No basta con escribir buenos textos, hay que buscar donde publicar, integrarse en equipos de investigación y, sobre todo, tener mucha tenacidad.      

 

El taller de la filosofía principia, hemos dicho, con una apología del saber filosófico como forma de vida. Estas páginas iniciales del libro tienen más que ver con el deber ser de la filosofía que con su claudicante monotonía diaria. Podemos imaginarnos a los jóvenes lectores de primero de carrera enervándose, henchidos de ilusiones y promesas, experimentando estos párrafos como una revelación que les marcará existencialmente. Pero un lector más ajado recibirá estas páginas iniciales con cierto desdén. Con los años se descubre que los filósofos realmente existentes no son personas más morales ni más auténticas, y que la filosofía más que abrir sendas de libertad es esclava de sus inercias metodológicas y sus sumisiones a los poderes políticos. 

Los filósofos realmente existentes no existen en un plano mejor o más puro que un abogado o un camarero. Son seres acomodaticios, cobardes y autocomplacientes. Viven encerrados en sus timideces, presos de contagios miméticos que les hacen estudiar sólo a los autores de moda, citarlos hasta la náusea, y considerarse más hondamente filósofos según sea más coránica su adscripción a un sistema. Heidegger, Foucault, Deleuze,… y alguno más, pero no muchos más, son el objeto de deseo.  Los demás filósofos los leen porque creen que es lo que tienen que leer para mimetizarse con el rol de filósofo, no por lo que puedan aportar al conocimiento de la realidad.

Todo es una cuestión de opiniones, evidentemente. Pero igual convendría ir desencantando a los jóvenes que se introducen en el mundo de la filosofía; no venderles ideales que acabarán por decepcionarles. Mejor rebajar las expectativas. No van a encontrar respuestas existenciales en la disciplina, no conocerán a seres de luz en sus conciliábulos. A la filosofía no se va a elevarse sino a ensuciarse con realidades. Luego sí merece la pena, cuando la hemos desmitificado, pero es mejor abrazarla desde el principio como es y no como la idealizamos.

Con todo el respeto al autor, que por el amor a la enseñanza que rezuma en sus páginas podemos intuir que es una buena persona, se le escapan zonas menos efervescentes de lo que él llama vida intelectual. Primero es la cuestión económica. Hace falta manutención para poder llevar el modo de vida que él propone, y eso ya reduce el cupo de aspirantes. Nubiola salpimienta su libro con frases propias o de celebridades en las que se afirma que un filósofo vive en una esfera más auténtica y más próxima a la verdad que otras personas. O sea, la sempiterna viñeta de filósofos encantados de haberse conocido. Habría que matizar que son filósofos únicamente los que pueden permitirse serlo. La vida intelectual de la que habla el profesor es un verso juvenil subvencionado por los padres o/y por los impuestos de los conciudadanos. Convendría un poco más de humildad y orientarse en retribuir de alguna manera a la sociedad.

Segundo, un filósofo no es un poeta. No necesita vida interior sino exterior. Tiene que reflexionar sobre el mundo, no sobre su ombligo.  Todo eso de la imaginación, las lecturas y las horas de soledad está muy bien siempre que sea para estructurar un pensamiento que sirva para algo a los demás, no meramente para abandonar la adolescencia o superar un primer amor fallido.

Tercero, en la filosofía hay un canon que hay que acatar para ganarse la vida con ella. No basta con decirle a los estudiantes que busquen la verdad. Tendrán que limitarse a hacerlo dentro de unos campos y unos autores predeterminados. La filosofía moldava del siglo XX igual fue estupenda, la boliviana aún mejor, y hay mil autores más interesantes que Husserl, pero las revistas donde publicar son las que son y los criterios para otorgar becas son voluntad del gobierno de turno. La filosofía no es libre, tiene sus normas y hay que atenerse a ellas. La vida intelectual exhibe tantas claudicaciones o más que el gris pasar laboral de un oficinista.

Afortunadamente Nubiola parece anticipar nuestras enmiendas y nos da la clave pronto: “la filosofía es escritura” (pág. 28). Aquí encontramos el tema del libro, lo que le hace singular y altamente recomendable. Filosofía no es acumular lecturas y citas, no es vivir en un mundo autorreferencial, es explicitar un pensamiento por escrito, o sea, contar con la aprobación de los otros para ser legítima.    

 

El segundo capítulo de El taller de filosofía es a nuestro parecer el más nutritivo y el más necesario. Está relacionado con las miserias de esta rama del saber que hemos mencionado. Da en el blanco, sin explicitarlo, con uno de los mayores problemas de la filosofía real: la mayoría de los filósofos no saben escribir. Sí, evidentemente, a un nivel del buen colegial que no comete faltas de ortografía, pero escribir con claridad, concisión y belleza es territorio vedado para muchos de ellos. Unos lo hacen mal por verdadera incapacidad. Otros porque creen que escribir críptico y rebuscado es lo que tienen que hacer para mimetizarse con el rol de filósofo y así tener algún tipo de valor personal. En ambos casos es escritura de mala calidad, y con escritura de mala calidad sólo se puede hacer mala filosofía  

¿Por qué hay celebrados filósofos que escriben tan rematadamente mal?¿Por qué se valora el escribir embrollado y sin agilidad? De fondo late la sospecha de que hay en ello una voluntad de convertir a la filosofía en un saber gnóstico, un conocimiento secreto y minoritario al que sólo se puede acceder mediante un selecto cuerpo de interlocutores encargado de traducir esa sabiduría para el mediocre público general. O peor incluso, que sólo sea apta para disfrute de estos interlocutores.  

Los filósofos que escriben con la pericia del mejor novelista, como Ortega y Gasset, Julián Marías o Fernando Savater son denigrados por ello, disuadiendo a las siguientes generaciones de que cuiden la claridad de su exposición. Se establece el razonamiento así de que para ser buen filósofo hay que escribir mal.

(Gustavo Bueno, que personifica como nadie la incapacidad para ordenar palabras de tal manera que resulten comprensibles, acusó a Savater de no hacer tratados de filosofía sino redacciones escolares. Quizá no va del todo desencaminado. Pero el término “redacción” es especialmente interesante. Redactar es precisamente lo que sabe hacer Savater y Bueno no. Éste último creía que escribir obtuso y plúmbeo le daba cierto empaque prestigiador. Pero eso es sencillamente no saber redactar. Savater por lo menos sabe encadenar dos o tres frases legibles).

Los que quieren atenerse al rol de filósofo sostendrán que los anhelos de precisión ontológica no dan para florituras. Y podemos admitir este argumento, pero es que no todo es metafísica en la filosofía; también hay filósofos que cuando trabajan materias como la antropología o la estética, que sí favorece una escritura más viva, siguen con su prosa de lija.

Y por ganarnos ya definitivamente la hoguera, habría que preguntarse si se puede considerar que llegan a la inteligencia media unos señores que no son capaces de escribir al nivel de un bachiller talentoso o un concejal medio dotado para la retórica.

 

Así que si a El taller de filosofía le quitamos las exclamaciones con las que reverencia lo que él llama la vida intelectual, y nos quedamos con lo que tiene de instructivo para escribir filosofía y poder vivir de ello, lo saludamos como un buen manual que además apunta, tal vez involuntariamente, sobre las fallas de la filosofía.  


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