13.11.22

Corre, rocker. Crónica personal de los años ochenta

Mi hermana trabajó mucho tiempo como teleoperadora, llamando a diario a ancianos que vivían solos para asegurarse de que estaban bien. Una de las veces, la conversación fue más o menos así:

—¿Cómo está don Manuel?

—Muy mal, muy mal. Tengo cataratas y, desde que me rompí la cadera, no puedo salir de casa. Estoy muy mal, muy mal... ¡Esto con Franco no pasaba!


La nostalgia es tramposa. Nos hace recordar lo bueno y no lo malo, o ignorar que antes el mundo no era más bonito, sino que nosotros éramos más jóvenes. Así que hay que evitar las melancolías a lo Jorge Manrique. Por lo general, el tiempo avanza gradualmente hacia cuotas más altas de civilización, pero nosotros, como personas, vamos al contrario: envejecemos, ganamos en canas y dolores, y finalmente nos morimos sin que el planeta vaya a dejar de girar por ello. Antes estábamos delgados y éramos más guapos, en efecto, pero eso no significa que cualquier tiempo pasado fue mejor.


En uno de esos puestos públicos en los que se pueden intercambiar libros, me encuentro Corre, rocker, de Sabino Méndez, que recuerdo haber leído cuando salió en el año 2000, con mi acné adolescente palpitando de excitación ante tanto sexo y rock and roll. Dejo como peaje la novela que estaba leyendo desganadamente y, con cierta precaución, me llevo las memorias de este excomponente de Loquillo y Los Trogloditas, que acertadamente lleva el subtítulo de Crónica personal de los años ochenta.


El acecho de la nostalgia es, pues, doble. Primero, estamos ante un fulano que rememora su juventud en una banda musical de éxito. Segundo, estoy yo releyendo un libro que leí casi un cuarto de siglo atrás, cuando todavía creía que el futuro iba a ser una generosa promesa de experiencias sublimes. Afortunadamente, el bueno de Sabino expone sus drogadicciones de tal manera que en ningún momento queramos estar en su piel; sus enfrentamientos con Loquillo dejan más incomodidad que épica, y tampoco es que su fama lo llevara a tener una vida erótico-festiva particularmente envidiable. Por otro lado, servidor está ya con ganas de quedarse en casa con la bata y las pantuflas, y esa vida en la carretera y en los bares, que tan sugerente me pareció en aquella lejana primera lectura, hoy sencillamente me horroriza.


Pero releer Corre, rocker ha sido grato por distintas razones. Para empezar, está muy bien escrito. El autor, que es el verdadero letrista de Los Trogloditas, demuestra que sabe poner una palabra tras otra de tal manera que resulte estéticamente bello. Hay páginas que podrían pasar a la historia de la literatura. El desapego con el que cuenta las cosas es acertado también; luce un buen tono narrativo. Luego, el libro tiene algo de crónica de ciertos personajes en un tiempo determinado que también se agradece; parece la versión escrita de la obra fotográfica de Alberto García-Alix (en este sentido, un índice onomástico se hubiera agradecido).


Pero, sobre todo, una vez inmunizados contra la nostalgia, es interesante leer textos tan apegados a tiempos pasados pero recientes. Sabino Méndez escribe en los años noventa sobre lo que vivió en los años ochenta. Y, leído hoy, vemos cómo han cambiado las cosas. La política, que entonces era un tema considerado de mal gusto, casi no aparece; mucho menos los marcos conceptuales woke. No hay victimismo por ningún lado. Él se destruye en sus páginas cortésmente, sin culpar a nadie, como se hacía antes. Si acaso, habría algo de esa santidad que Sartre le atribuía a Jean Genet de querer inmolarse siendo el malo para que los otros puedan considerarse a sí mismos automáticamente como los buenos, pero no hay dedo acusador, solo nihilismo. En ningún momento nos da la lata con moralismos.


El autor se define como alguien que pasó de punk a rocker. Se metió mucha droga y participó en muchas peleas, pero lo hizo con naturalidad, sin justificaciones. Los punks/rockers de los años ochenta eran así. Seguramente convivir con uno era una preparatoria para el infierno, con sus fiestas noctívagas y amaneceres estampados de vómitos. Y no dudo que tener a un heroinómano en la familia, como lo era el autor de este libro, producía un sufrimiento inerrable. Pero, como personajes genéricos del zoológico sociocultural, los punks/rockers no eran molestos; al menos te dejaban en paz. Aunque tal vez te robaran la cartera para pagarse el vicio, no se metían a juzgar cómo vivías tu vida.


Vale, lo reconozco. Veo que, finalmente, he caído en la tan anatemizada nostalgia al releer Corre, rocker. Pero no puedo evitar echar de menos esos tiempos en los que tu vecino de arriba podía ser un músico drogadicto y violento, indiferente a tus horas de sueño. Ahora lo que te encuentras es un tipo de voz aflautada, que se viste con ropa sostenible y que, de buena mañana, baja a informarte de que ha mirado en tu basura, ha visto que no reciclas como es debido y que él, en cambio, separa bien sus desechos, por lo que es mejor persona que tú.

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