Andrés Oppenheimer es un liberal
iberoamericano, o sea que es un tipo que no se deja mecer por los vientos
hegemónicos de la región. Trabaja como periodista en la rama hispana de la CNN.
También escribe libros; todos recomendables, todos muy claros y pedagógicos. El
que nos traemos hoy entre manos es ¡Crear o morir!, pero muchas de las
cosas que digamos de éste se pueden aplicar a otros de su catálogo, como Basta
de historias o Cuentos chinos.
El género al que pertenecen es uno que nos vamos a inventar ahora mismo: “la apologética liberal”. Consiste en explicar las virtudes del liberalismo a lectores supuestamente hostiles e incrédulos, y confiar en que tanta revelación les transforme súbitamente de colectivistas en individualistas, de populistas en ilustrados, de comunistas en defensores del libre mercado.
La táctica para ello consiste en usar el sentido común, argumentar racionalmente, y dar datos demostrables sobre cómo las ideas de la libertad favorecen la democracia, el progreso económico, y por supuesto salvaguardan los derechos individuales más y mejor que cualquier otro sistema de organización social.
Por ejemplo, Crear o morir
empieza con una pregunta muy pertinente “que debería estar en el centro de la
agenda política de nuestros países: ¿por qué no surge un Steve Jobs en México,
Argentina, Colombia, o en cualquier otro país de América Latina, o en España,
donde hay gente tanto o más talentosa que el fundador de Apple? ”. Un par
de páginas más adelante menciona que un español le respondió en un chat que en
nuestro país es inimaginable un Steve Jobs porque es ilegal iniciar un negocio
en un garaje. Esta respuesta no es completamente satisfactoria, ni para el
autor ni para el lector, pero sí señala un camino por el que va a transitar
todo el libro, el del análisis de los impedimentos culturales y políticos que
hacen que los países de habla hispana no exporten productos de alta tecnología
ni hagan del registro de patentes un negocio próspero.
Oppenheimer dedica ocho de los diez
capítulos en entrevistar a emprendedores que hay desperdigados por el mundo
para que le cuenten sus secretos. Algunos de ellos son hispanos pero viven en
Estados Unidos, subrayando así que no es un problema de nuestra genética, sino
del contexto en el que nos desenvolvemos.
El periodista defiende ideas
aparentemente lógicas. Propone que si se concentra gente talentosa en un lugar,
y se les da libertad creativa, suelen salir cosas muy buenas, y que eso
repercute positivamente en la sociedad en su conjunto. También dedica mucho
espacio al sistema educativo, afirma que el actual está basado en el prusiano
del siglo XIX, y lo que busca es crear ciudadanos dóciles y obedientes al
gobierno, mientras que hay constancia de que formas más libres de educación
fomentan la autonomía individual y el pensamiento crítico. Más adelante da
mucha importancia al imaginario cultural, que puede ser proclive a la
innovación o no, y delega en los políticos la misión de cambiar el rechazo
social hacia los emprendedores que hay por nuestras
latitudes.
Oppenheimer da argumentos de peso
que favorecerían un incremento de la calidad de vida y con ello una ampliación
de los horizontes existenciales, y lo hace como si estuviera ilustrando a
pobres legos que desconocen la solución a los problemas, y que una vez que
consiga abrirles los ojos todo irá como la seda. Pero como pasa casi siempre
con la apologética liberal, evita lo esencial, que es preguntarse por qué el
poder político no quiere la prosperidad económica. No es que no sepa cómo hacerlo, es sencillamente que no está entre sus objetivos.
¿Tan difícil sería replicar un
Valle del Silicio en Monterrey, Quito o Jaén en, pongamos, menos de diez años?
Una legislación apropiada, ventajas fiscales e invertir un poco en
infraestructura parece todo lo necesario. ¿Es imposible una ley educativa que
en lugar de fomentar el adoctrinamiento favoreciera la ciencia, el trabajo en
equipo y la liberación de subjetividades? Por lo que cuentan, ya hay países en
los que esto sucede y los resultados son palpables. ¿Se antoja absurdo cambiar
el imaginario social para que los jóvenes en lugar de querer ser futbolistas y
funcionarios aspiren a dejar huella en la sociedad mejorándola? Entre
determinadas capas sociales ése es ya el imaginario, sólo faltaría
democratizarlo.
En youtube hay un fragmento de una
vieja entrevista del propio Oppenheimer a la líder estudiantil chilena Camila
Vallejo, hoy portavoz del gobierno de Gabriel Boric, en la que dice que el
problema de Chile no es la pobreza sino la desigualdad. No le parece
prioritario evitar que haya pobres, sino que haya ricos; de esta mujer dependen
decisiones políticas que marcarán el futuro de su país. O también podemos
encontrar una entrevista al entonces candidato presidencial de la República de
Colombia Gustavo Petro, que le hace Carolina Sanín, en la que advierte que
“cuando los pobres dejan de ser pobres se vuelven de derecha”, por lo que es
mejor "educarles en el ser y no en el tener". O sea, que acaten su miseria
material como un imperativo estoico. Petro ganó las elecciones aun habiendo
dicho tal cosa.
Parece bastante innegable que el
globalismo financiero favorece de facto a este tipo de líderes. Desde luego así
lo hacen sus medios de comunicación, que son casi todos los generalistas, y que
crean las narrativas que encumbran a estos políticos “progresistas”, “defensores
del decrecimiento” y que “combaten la ebullición climática”. Lo vemos en estos días
en la Argentina, donde Javier Milei es tachado de perturbado que habla con su
perro muerto mientras que el peronismo, principal responsable del hundimiento
de la economía nacional, se nos muestra como el baluarte de la democracia.
Además de hacer apologética liberal,
que tiene algo de epopeya de lo obvio, habría que analizar qué tipo de poderes
rigen nuestro mundo. Evidentemente que el liberalismo es la mejor
garantía de acabar con la pobreza y favorecer el desarrollo económico. Pero que
esto no sólo no sea una verdad de Perogrullo sino que tribute como una visión
minoritaria en nuestra Iberosfera se debe a que los ricos y poderosos, con sus
aparatos ideológicos, trabajan para crear mentalidades pobristas en la
población.
Existe un riesgo de quedarse en una
forma de mesianismo político que espera una Saturnalia de conciencias emancipadas,
una Era de Acuario liberal súbita surgida tras años de batalla cultural, y
descuide la acción política concreta de una contraélite activa y dinámica que
aspire a suplantar a la actual (y que habrá de lidiar con el bueno de Michels
cuando toque, pero no hay por qué anticiparse).
Mientras no se apunte hacia ese
problema, todo el catequismo de la libertad será una delicia gourmet en un
horizonte de carestía. El objetivo liberal tiene que ser el poder. Podemos
soñar con una conversión masiva de la población o anhelar una rebelión randiana
de emprendedores, pero mientras perdure la alergia liberal al uso discrecional
del poder no hay nada que hacer. Las ideas están claras, ahora hay que pasar a
la acción. Demostrar con hechos que la libertad trae una civilización mejor.
Nosotros tenemos a Oppenheimer; ellos tienen las televisiones y los tanques. Hay que
ambicionar tener lo suyo sin perder lo nuestro.
Cualquier proyecto político que no pase por controlar el poder es ficción.
Sin la capacidad real de modificar las condiciones materiales sólo hay
declamación y melancolía; meras almas bellas hegelianas. No hay nada hermoso
en perder teniendo la razón de nuestro lado; llevamos demasiados años
haciéndolo. Hay que tomar todos los castillos para activar las máquinas de
producir progreso económico y tecnológico, progreso de ese que Peter Thiel llama
vertical, frente al progreso horizontal, que básicamente consiste en garabatear
derechos a discreción y comprar servidumbres firmando cheques que pagarán nuestros hijos.
Por supuesto, una vez que la
prosperidad nos lleve a vidas mejores, este pobrismo izquierdista que nos hunde
en el estancamiento civilizatorio se recordará como una mezquindad más de las que se
están pudriendo en los estercoleros de la historia.
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