Hace un par de años apareció
en la editorial Deusto Identidad. La demanda de dignidad y las políticas del
resentimiento de Francis Fukuyama. Realmente este libro es una breve
revisión de una de las partes más interesantes de una obra suya anterior, más
densa y conocida, El fin de la Historia y el último hombre, que es de
1992, y que desde su publicación fue injustamente vapuleada, en gran parte,
como explica el propio autor en la introducción de Identidad, porque
nadie se tomó la molestia de leer más allá del título.
Da un poco de vergüenza tener que explicar todavía hoy a sus críticos que cuando Fukuyama hablaba del fin de la historia no quería decir, evidentemente, que tras el derrumbe de la Unión Soviética iban a dejar de pasar cosas, sino que la “Historia” -así con mayúsculas, en sentido hegeliano- con grandes combates dialécticos, catálogo de ideologías para elegir y distintas fases de desarrollo humano, sí se había terminado, porque la democracia liberal pasaba a ser el único sistema legítimo para Occidente. Su error, que él mismo reconoce, fue creer que la democracia liberal no tenía marcha atrás y que la globalización acabaría democratizando a todos los países, cuando es evidente que nada de esto tiene por qué ser así.
Pero la tesis fuerte de fondo sí que se ha evidenciado como profética. Salvo en grupos minoritarios, las grandes ideologías por las que las multitudes se inmolaban se han desvanecido, y ya no hay proyectos comunitarios que den sentido existencial a las naciones occidentales.
Y lo que ha quedado en la pleamar son individuos aislados y desorientados, volcados en sí mismos. Contrariamente a lo que la esperanza liberal anhelaba, el desvanecimiento de lo comunitario no ha favorecido la emergencia de personalidades excelsas que buscan la autosuperación, sino la proliferación de perpetuos adolescentes que deambulan por la vida, entre biliares y temblorosos, demandando que les hagan casito.
Fukuyama describe este paisaje
yermo, y que él supo ver antes que nadie, como “los imperios del
resentimiento”. Por todas partes se lucha por una demanda de dignidad que no
requiere más mérito que el de adscribirse a una identidad, cuando más doliente
mejor. La lucha de clases o la guerra entre Estados
palidecen ante la violencia de un mindundi que quiere que la sociedad le diga
lo estupendo que es. Es el amanecer de las políticas de identidad.
El autor norteamericano rescata
un término platónico que se refería al orgullo de la casta de los guerreros, thymós, y lo generaliza a todas las esferas de la sociedad. En Identidad dice
que uno de los errores fatales del liberalismo, y que ha precipitado su debilidad
actual, es el “olvido de thymós”. Las gentes no quieren únicamente bienestar
material y libertad, también quieren relatos que doten de narrativa a sus
vidas. Y como el liberalismo no hace esto último, porque considera que no es su
misión, surgen desde la periferia populismos y nacionalismos varios que sí dan thymós, y se ganan a las masas.
El “reconocimiento thymótico” pasa a ser entonces el meollo de la política. Ya no se habla de economía y leyes, sino de a cuánto está el kilo de identidad.
Fukuyama se queda aquí. Le hubiera venido bien un poco de materialismo ácrata. Tendría que haber dado un paso más y analizar cuánto de timo tiene lo thymótico, pero es que en inglés no es tan evidente. Habría que analizar que esto no surge espontáneamente, sino que se crea desde el poder, y que sirve para despolitizar la economía.
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