9.7.23

Humanismo impenitente

Los filósofos tienen algo de beatas fácilmente escandalizables. Exhiben tal respeto por los libros canónicos y por su pequeño santoral de maestros ilustres, que a la primera ironía o requiebro se sulfuran y gesticulan como ante una sangrante blasfemia.

Les encanta flagelarse con lecturas imposibles a las que dedican muchísimas horas de sus solitarias vidas porque cuando consiguen desentrañar sus arcanos misterios se sienten incluidos en el Gran culto universal de los pedantes, taifa poco atractiva para ser sinceros pero única en la que son aceptados, y a la que por ello tributan especial devoción.

Así, Heidegger será para ellos siempre el gran pope, más que nada porque no se le entiende de primeras y por ello da para mucho lucimiento interpretativo.

Como los filósofos necesitan complejidad textual para poder elevarse por encima de los paganos, detestan con especial inquina a los que de entre ellos escriben bien y con claridad.

Y odian aún más a los diletantes traidores que citan a filósofos que escriben bien y con claridad.

No hay nada más divertido, por ejemplo, que ver los rostros iracundos en los conciliábulos filosóficos cuando uno comete la impertinencia de mencionar a alguien como Fernando Savater.

El filósofo donostiarra está vetado en las bibliografías fetén; su nombre resuena a eructo en las galas culturetas. 

Se podrá argumentar que hay cuestiones políticas o personales en su ostracismo; tal vez habría que admitir que no es un pensador sobresaliente. Pero hay otros filósofos también muy significados en la plaza pública, y desde luego hay celebridades mucho menos meritorias que él que no despiertan tanto rechazo.

Es inevitable plantearse cuáles serán sus pecados. Uno, tal vez el principal, es que escribe bien y con claridad.

Lo que nos lleva al reverso de la cuestión: ¿por qué hay filósofos prestigiados que escriben tan rematadamente mal? Está feo señalar con el dedo, pero nuestro índice apunta, por tenerlos más cerca, a señores como Xavier Zubiri o Gustavo Bueno (este último especialmente crítico con Savater, al que acusaba de perpetrar “redacciones escolares”).

Los dos escribieron miles de páginas de una filosofía supuestamente brillante, profunda y con aspiraciones de rigor científico. No dudamos que lo hicieran, pero ¿tan degradante hubiera sido dejar a la posteridad algún párrafo medianamente bello, trabajado y con estilo? ¿Es tanto pedir facilitar la lectura mediante el buen uso de los recursos del idioma y una grata presentación del pensamiento?

Sus devotos dirán que ellos estaban a otra cosa, que los anhelos de precisión ontológica no dan para florituras. Y podemos admitir este argumento, pero es que no todo fue filosofía más o menos metafísica en sus obras; también trabajaron materias como la antropología que sí les hubiera permitido un lenguaje menos plúmbeo, más vivo. Y siguen siendo igualmente espesos en éstos y todos los otros palos que tocaron.

Y por ganarnos ya definitivamente la hoguera, habría que preguntarse si se puede considerar que llegan a la inteligencia media unos señores que no son capaces de escribir al nivel de un bachiller talentoso o un concejal medio dotado para la retórica.

Así que cerramos la herejía vindicando a Fernando Savater, sobre todo porque escribe bien y claro; no para acólitos en busca del ordenamiento dentro del Gran Culto Universal antes citado.

Fernando Savater era un paradigma de intelectual mediático en los años ochenta. Cumplía con las exigencias; todo en él era inmaculadamente progre: había conocido la cárcel franquista, era socialdemócrata con ínfulas libertarias, su ética era postmodernamente democrática, y su individualismo gozoso y apátrida casaba bien con el consumismo y el Mercado Común europeo.

Parecía destinado a ser celebrado desde el Poder como el gran filósofo español del siglo XX.

Sin embargo, hoy es un autor verdaderamente incómodo para la hegemonía cultural, que no duda en calificarle de palmero de la extrema derecha.

La explicación más razonable para este cambio de percepción sería que el filósofo habría dado, efectivamente, un giro radical en sus propuestas políticas. Pero lo cierto es que no es así, y no ha habido tal transformación. Lo que decía aquel joven ácrata de la Transición no es tan diferente de lo que dice este venerable anciano hoy. Es cierto que al principio simpatizó con el mundo batasunero, pero por poco tiempo y con muchos matices, y su anarquismo inicial se ha atenuado, pero en lo esencial es el mismo pensador que hace cuarenta años.

Parece que entonces no es él el que ha cambiado, sino la política española.

 Hay un libro suyo paradigmático, Humanismo impenitente, que se publicó en 1990 en Anagrama y que hoy está descatalogado, pero circula en pdf.

Como casi todo lo que escribe Savater, es claro y de grata lectura. Aparenta cierta levedad que puede malinterpretarse como superficialidad, pero de hecho es un libro escrito contra Heidegger y sus epígonos estructuralistas, a los que ataca tanto implícita como explícitamente; es certero en ello, se nota que conoce bien a sus adversarios. Otra cosa es que no apabulle con citas y jerigonza, pero quien conoce la filosofía del siglo XX percibe toda la erudición contenida que transpiran sus páginas.   

La tesis del libro es que el humanismo es bueno y la religión mala, que la libertad individual es posible y deseable, que hay que aspirar a la universalidad frente a los nacionalismos, y que la democracia es el mejor marco político. Hay unos capítulos finales metidos un poco con calzador, donde elogia a Antonio Escohotado y se rebela contra las políticas estatales contra las drogas, y otros en los que también defiende que el poder político no tiene derecho a inmiscuirse en la vida privada de las personas, ni siquiera por cuestiones de salud pública, que podrían ser un poco más polémicos para colectivistas más o menos confesos, pero en conjunto, el libro no tendría que escandalizar a nadie que se autodenomine como de izquierdas. Y toda su obra es más o menos así.

(Hay, eso sí, como es habitual en Savater, un ataque al mundo de la filosofía académica que se entiende que puede crispar a los que se ganan el pan en ella. Tiene cierta lógica que gentes que se pasan la vida estudiando a Heidegger o a Derrida no encuentren saleroso que le ridiculicen lo del olvido del ser del primero o les hablen de los absurdos “derridadaísmos” del segundo. Pero esto explicaría su periferia en los prestigios universitarios, no su aislamiento político o mediático).  

En el País Vasco, su tierra, hay un imaginario aranista hegemónico frente al que nuestro filósofo se rebela desde el laicismo y el cosmopolitismo ¿Y él es la extrema derecha para la izquierda española? Defiende la despenalización de las drogas, es abiertamente ateo y más o menos anticlerical, y presume de haber amado a hombres y mujeres en su vida ¿y es un autor ultraconservador?     

Un contexto en el que Savater puede ser motejado impunemente de fascista es un contexto erróneo. Estamos en un marco epistemológico disfuncional en el que la Ilustración ha fracasado, y la irracionalidad y el resentimiento priman. Nada liberador puede resurgir de esas cenizas.


 



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