Supongo que la mayoría de nosotros tenemos a las novelas de Milan Kundera como principal referencia de la Checoslovaquia comunista. Mucho más no sabemos, y se ha hecho un poco tarde para ir a comprobar en persona cómo era la vida allí. Así que lo que creemos saber es que era una dictadura no del todo criminal y no del todo paupérrima, pero donde había un estricto control político de las esferas pública y privadas, control que se ejercía mediante la omnipresencia de la propaganda y el chantaje emocional -el celebérrimo kitsch- que obligaba a comportarse de una manera determinada tanto en la calle como en el dormitorio. El castigo por desobedecer tanta emocionalidad socialista era la cárcel o el exilio.
Por otro lado, Václav Havel fue el primer presidente democrático del país, pero antes fue un disidente que escribió en la
clandestinidad el manifiesto El poder de los sin poder, que según parece
se convirtió en el samizdat checoslovaco por excelencia entre los que no
sabían o no querían desfilar al compás de las consignas gubernamentales. No es
difícil asociarlo con el ambiente que refleja Kundera; nos podemos imaginar a
sus personajes desesperándose en el régimen que denuncia Havel.
Entre entradas y salidas de la cárcel, y con el dolor
por la muerte en prisión de su mentor, el filósofo Jan Patocka, Havel escribió este
El poder de los sin poder. Supongo que la escritura clandestina no da
para muchas florituras, o tal vez la traducción no es buena, pero lo cierto es
que es un escrito estilísticamente espeso y algo reiterativo. Pero ha pasado a
la historia por su importancia y calado, que es lo que nos interesa aquí.
Son unas ciento veinte páginas en las que se plantean
cuestiones bastante generales, por lo que si bien se recomienda ser un
checoslovaco bajo la bota comunista para aprehender todo su sentido último,
cualquier lego puede entender a lo que se refiere; los temas tratados son de
hecho universales.
Havel da al sistema que padece el nombre de “postotalitario”, porque es totalitario pero “distinto a las dictaduras clásicas”. Se caracteriza por no ser caudillista, ya que las cabezas visibles de la nomenklatura varían bastante y nunca se deja que ninguno tenga más peso que otro. La ideología es esencial para el mantenimiento de este poder sin bustos permanentes, y por ello es omnipresente y crea una realidad paralela. Pero con el tiempo, la ideología “expropia” el poder y en lugar de ser instrumento de los poderosos, hace que los poderosos tengan que servirle a ella. La ideología se convierte en el poder mismo.
Esta idea es especialmente impactante. El diagnóstico
ilumina bastante nuestro mundo de lo políticamente correcto. Al final lo que
acaba siendo el objetivo de los políticos es mantener a la ideología, o sea, que lo que
pensaron que podrían utilizar como narrativa que legitimara su poder acaba instrumentalizándolos a ellos. Y como la ideología no parte del mundo de la vida, porque es irreal,
se nutre de mentiras. Para subsistir éstas van haciéndose mayores y cada vez más
insostenibles. Al final todo es una ficción que ya nadie cree, y que haya una
rebelión o no depende ya de factores externos porque la legitimidad del sistema
por sí mismo es nula.
Y por supuesto no es difícil establecer un paralelismo con nuestra realidad política. Si un ciudadano hace suyos las soflamas del gobierno está anunciando, aunque sea indirectamente, que simpatiza con él, que cree en él. Se me ocurre como ejemplo ondear la bandera nacional o la bandera gay según qué partido político mande. No es un apoyo explícito al gobierno de turno, pero sí es la demostración de que se compra su discurso, que al final viene a ser lo mismo. Por supuesto el apoyo raramente se va a retribuir. El mindundi que aplaude no va estar nunca arriba; jamás pintará nada porque no le dejarían, pero por un momento puede sentirse partícipe del poder, pasajero de uno de los coches oficiales a los que se ve pasar desde la ventana.
Otro pasaje muy presente de El poder de los sin poder en nuestra cotidianeidad es la parte en la que se refiere a los carteles y pintadas. Lo llama creación de “panorama cotidiano del pueblo”, y es esa forma de diktat que implica cubrir un territorio con carteles y pintadas de un único movimiento político, no necesariamente el gubernamental. Da igual entonces que los vecinos no sean partidarios de la ideología representada, de alguna manera ya están presos de una forma de “auto-totalitarismo”: se sentirán coaccionados y tenderán a comportarse como una minoría precavida aun siendo mayoría.
Aquí nos vienen a las mientes las universidades
públicas españolas. Sus muros denuncian torturas y anuncian revoluciones; parecen
garabateados el día posterior a la toma del Palacio de Invierno. Sin embargo
los estudiantes suelen estar al margen de ese imaginario. E incluso en los
pasillos murmuran su disconformidad con él. Aunque su efecto coercitivo funciona
y nadie se atreve a disentir públicamente, por si acaso.
La alternativa que ofrece Havel para salir del régimen comunista es la “dimensión noética”, o sea desvelar la verdad. En un mundo sobreideologizado, donde la realidad está oculta bajo la ficción propagandística, vivir según la realidad, al margen de la propaganda, es horadar el poder.
No parece mucho, pero tampoco es nada; y parece que allí les funcionó.
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