25.8.24

Manifiesto redneck

Jim Goad (n. 1961) es un escritor norteamericano que no parece la mejor de las personas. Es más, si una décima parte de lo que se cuenta en su perfil de la wikipedia fuera cierto podríamos calificarle sin miramientos como abyecta escoria humana. Pero lo que nos trae aquí no es su lamentable desempeño vital sino su primer y potentísimo libro, el Manifiesto Redneck.

Este libro-sismógrafo se publicó en Estados Unidos en 1997 y sólo recientemente ha aparecido en nuestro idioma. Este lapso de tiempo sin embargo sirve para que comprobemos cuánto del terremoto político que predecía se ha ido convirtiendo en una realidad social innegable. Y si bien no somos estadounidenses, podemos aseverar que Goad acierta; al menos por lo que cuentan los noticieros. También damos fe de que es posible traducir muchos de sus vaticinios al devenir de nuestro propio país. A veces está bien este juego de espejos, y renta analizar lo que sucede en el vecindario de al lado para buscar similitudes y entender mejor así lo que pasa en el nuestro.  

Manifiesto Redneck es un producto de los Estados Unidos y de los años noventa, lo que se nota porque pocas veces hemos leído un libro con tantas notas del traductor. Goad nos ametralla con referentes culturales de un contexto no del todo familiar, y sin estos guiños explicativos vagaríamos a ciegas por estas páginas. Pero todo es muy llevadero; aunque alguna broma se pierda por el camino, su estilo es brillante, es como si Charles Bukowski nos escupiera un elaboradísimo tratado de sociología. Algo aprendes y además te ríes.

El humor, por cierto, no es un tema secundario. Goad insiste mucho en que no hay que tomarse demasiado en serio a uno mismo, porque de lo contrario se corre el riesgo de acabar convertido en un ideólogo progresista, de esos que están siempre amargados y que no son más que mojigatos llenos de miedos. “Sin chistes, jamás habrá paz” (p. 328), pero no nos dejemos engañar, tras la risa del Joker hay mucha densidad intelectual. Goad tiene recursos; se nota que ha leído y vivido mucho. Sabe dónde está la herida. Y la herida es que no sólo la guerra de clases existe y todavía sangra, es que además los ricos se dedican a echarle sal con su plebefobia, que infecta todo el mundo occidental.

El Manifiesto es un grito de cólera contra la omnipresencia de los temas raciales en la conversación pública. Goad sostiene que eso no es más que una cortina de humo para evitar la verdadera dialéctica política, que es la de las clases sociales. “El clasismo sigue siendo un grano prácticamente sin rascar en el culo de nuestra nación. Si cada estadounidense pensase en la clase en lugar de en la raza durante solo cinco minutos al día, sucederían algunas cosas revolucionarias” (pág. 154) Estados Unidos no se divide entre negros y blancos, sino entre ricos y pobres. Los redneck, la basura blanca, los paletos maltratados, o como quieras llamarlos, son el lumpen a los que encima se acusa de ostentar un “privilegio blanco”. No son sencillamente explotados económicamente, es que además son la clase social más vilipendiada y ridiculizada del país, y a la que culpabilizan de crímenes históricos en los que no tuvieron parte ni beneficio. “La basura blanca es residuo industrial en términos humanos” (pág. 54). Las élites pueden marginarla en lo económico o pueden insultarla a diario; lo que no parece buena idea es hacer ambas cosas a la vez.

Hay un par de capítulos en los que Goad cuenta que en el siglo XVII muchos blancos llegaron a las Colonias con una “servidumbre por contrato”, que era un status similar al de esclavo. Fue a raíz de que siervos blancos y esclavos negros empezaran a rebelarse juntos, porque juntos vivían y padecían, que las élites tuvieron la ocurrencia de crear leyes raciales que hicieran sentirse superiores a los blancos pobres sin tener que mejorar en nada su existencia real. Las élites eligieron en un primer momento a los blancos pobres en su sempiterno y eficaz “Tango del Resentimiento” (p. 318), y ahora han cambiado de pareja de baile. Las élites, por supuesto, siguen marcando el paso.

Evidentemente, que ahora los negros sean los estupendos, y los blancos demonios con penes pequeños y rosas, no quiere decir que los primeros vayan a vivir ni medio céntimo mejor que ayer. Seguirán con sus miserias y sin seguridad social. El Tango del Resentimiento lo que hace es concederles el derecho a sentirse valorados. Eso de lo que Francis Fukuyama habla, el “reconocimiento thymótico”, y que significa que los amos del Cotarro te dicen que te aman tanto que no necesitas nada más, que eres muy especial, y que con esa validación sería egoísta que además pidieras un aumento de sueldo o tener una casa decente en propiedad. Los afroamericanos hoy en EEUU van a vivir peor que sus padres, pero por lo menos tienen el privilegio de sentirse identitariamente mejores que los blancos. O sea, que están comprando la misma patraña que compraron los rostros pálidos hace un siglo.

Hay otro capítulo en el que el autor desmitifica completamente la Guerra Civil estadounidense. Reproduce citas extremadamente racistas de Lincoln y afirma que éste sólo quiso abolir la esclavitud tras dos años de contienda, y únicamente para hundir económicamente al Sur. Parece claro que lo de que Lincoln mandó a morir a cientos de miles de jóvenes para liberar esclavos no es más que, literalmente, la historia que emocionó a Spielberg.  

Pero sin duda los párrafos más universales e imperecederos son los que giran en torno al tema del odio. Hasta éste está regulado. Citamos in extenso: “La INCITACIÓN AL ODIO es el concepto más orwelliano que ha surgido del ocaso del siglo XX. Es especialmente engañoso porque se oculta tras una máscara de Cara Feliz. Casi todo el mundo quiere estar del lado del amor, ¿no? Como todas las ideas peligrosas, la noción de la incitación al odio suena bien hasta que uno se pone a desmantelarla pieza por pieza. El primer problema está en la imprecisión del término. La incitación al odio, al parecer, se refiere a todo lo que ellos odian. Mediante una exposición incesante a una imaginería bienintencionada y jabonosa, se le ha lavado el cerebro a gente por otro lado inteligente hasta hacerles creer que el “odio” es una explicación satisfactoria para cualquier acción humana. Reducir las luchas sociopolíticas complejas a un asunto de ´odio´ es tan simplista como culpar al ´pecado´, pero se lo tragan.” (pág. 252)

Lo que define al Estado es que tiene la exclusividad de decidir el uso legítimo del odio. Cuánto y por qué puedes o no odiar. Pero “si alguien llegase a concebir una máquina capaz de medir el odio (un odiómetro) apostaría mis monedas falsas a que existe más odio entre jefes y empleados que entre negros y blancos” (pág. 150).

La cuestión es más bien cómo reapropiarnos de nuestro odio, no dejar que lo teledirijan las élites, y convertirlo en arma política. Goad sueña con blancos y negros pobres haciéndose conscientes de que les une la dificultad para llegar a fin de mes, y actuando en consecuencia. No sería difícil porque entre ellos hay mucha afinidad existencial; de hecho tienen vidas con más similitudes entre sí que las que pudiera haber entre blancos ricos y blancos pobres. El gran ardid de los amos del cotarro es haber puesto a pelear a blancos y negros pobres por las migajas que se caen al suelo en las cuchipandas globalistas.

Según la contraportada de la magnífica edición de Dirty Works, hasta el gran Chuck Palahniuk celebra el estilo de Goad. Hay que decir que el tipo escribe fenomenalmente bien. Son casi cuatrocientas páginas de adrenalina y frases inolvidables. Se nota que ha leído mucho y que sabe argumentar. Y desde luego tuvo buen ojo al intuir una rebelión de los blancos de clase baja contra lo “políticamente correcto” -lo “ideológicamente estreñido” como dice él- ahora que votan en masa por alguien como Donald Trump, cuyo principal logro es ser unánimemente anatemizado por las élites progres urbanas. Éstas defienden con fervor religioso unas políticas identitarias adalides de una muy antimarxista despolitización de la economía en aras de batallas epidérmicas por el relato. "En apariencia, los progresistas blancos no se quejan de la economía porque les va de puta madre" (pág. 345)

Los votos a Trump son votos-peineta de gente muy cabreada. Los que dirigen el Cotarro podrían intentar comprender el origen de tanto rencor y tratar de mitigarlo, o pueden seguir metiéndole el dedo en el ojo todos los días a la clase trabajadora desahuciada por el proceso de desindustrialización hasta que vuelvan a saltar. Pronto sabremos si Trump originó el terremoto o por el contrario lo contiene temporalmente.

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