Este libro-sismógrafo se publicó en Estados Unidos en 1997 y sólo recientemente ha aparecido en nuestro idioma. Este lapso de tiempo sin embargo sirve para que comprobemos cuánto del terremoto político que predecía se ha ido convirtiendo en una realidad social innegable. Y si bien no somos estadounidenses, podemos aseverar que Goad acierta; al menos por lo que cuentan los noticieros. También damos fe de que es posible traducir muchos de sus vaticinios al devenir de nuestro propio país. A veces está bien este juego de espejos, y renta analizar lo que sucede en el vecindario de al lado para buscar similitudes y entender mejor así lo que pasa en el nuestro.
Manifiesto
Redneck es un
producto de los Estados Unidos y de los años noventa, lo que se nota porque
pocas veces hemos leído un libro con tantas notas del traductor. Goad nos
ametralla con referentes culturales de un contexto no del todo familiar, y sin
estos guiños explicativos vagaríamos a ciegas por estas páginas. Pero todo es
muy llevadero; aunque alguna broma se pierda por el camino, su estilo es
brillante, es como si Charles Bukowski nos escupiera un elaboradísimo tratado de
sociología. Algo aprendes y además te ríes.
El
humor, por cierto, no es un tema secundario. Goad insiste mucho en que no hay
que tomarse demasiado en serio a uno mismo, porque de lo contrario se corre el
riesgo de acabar convertido en un ideólogo progresista, de esos que están
siempre amargados y que no son más que mojigatos llenos de miedos. “Sin
chistes, jamás habrá paz” (p. 328), pero no nos dejemos engañar, tras la risa
del Joker hay mucha densidad intelectual. Goad tiene recursos; se nota que ha
leído y vivido mucho. Sabe dónde está la herida. Y la herida es que no sólo la
guerra de clases existe y todavía sangra, es que además los ricos se dedican a
echarle sal con su plebefobia, que infecta todo el mundo occidental.
El Manifiesto es
un grito de cólera contra la omnipresencia de los temas raciales en la
conversación pública. Goad sostiene que eso no es más que una cortina de humo
para evitar la verdadera dialéctica política, que es la de las clases sociales.
“El clasismo sigue siendo un grano prácticamente sin rascar en el culo de
nuestra nación. Si cada estadounidense pensase en la clase en lugar de en la
raza durante solo cinco minutos al día, sucederían algunas cosas
revolucionarias” (pág. 154) Estados Unidos no se divide entre negros y blancos,
sino entre ricos y pobres. Los redneck, la basura blanca, los paletos maltratados,
o como quieras llamarlos, son el lumpen a los que encima se acusa de ostentar
un “privilegio blanco”. No son sencillamente explotados económicamente, es que
además son la clase social más vilipendiada y ridiculizada del país, y a la que
culpabilizan de crímenes históricos en los que no tuvieron parte ni beneficio. “La
basura blanca es residuo industrial en términos humanos” (pág. 54). Las élites
pueden marginarla en lo económico o pueden insultarla a diario; lo que no parece
buena idea es hacer ambas cosas a la vez.
Hay
un par de capítulos en los que Goad cuenta que en el siglo XVII muchos blancos
llegaron a las Colonias con una “servidumbre por contrato”, que era un status
similar al de esclavo. Fue a raíz de que siervos blancos y esclavos negros
empezaran a rebelarse juntos, porque juntos vivían y padecían, que las élites
tuvieron la ocurrencia de crear leyes raciales que hicieran sentirse superiores
a los blancos pobres sin tener que mejorar en nada su existencia real. Las
élites eligieron en un primer momento a los blancos pobres en su sempiterno y
eficaz “Tango del Resentimiento” (p. 318), y ahora han cambiado de pareja de
baile. Las élites, por supuesto, siguen marcando el paso.
Evidentemente,
que ahora los negros sean los estupendos, y los blancos demonios con penes
pequeños y rosas, no quiere decir que los primeros vayan a vivir ni medio
céntimo mejor que ayer. Seguirán con sus miserias y sin seguridad social. El
Tango del Resentimiento lo que hace es concederles el derecho a sentirse valorados.
Eso de lo que Francis Fukuyama habla, el “reconocimiento thymótico”, y que
significa que los amos del Cotarro te dicen que te aman tanto que no necesitas
nada más, que eres muy especial, y que con esa validación sería egoísta que
además pidieras un aumento de sueldo o tener una casa decente en propiedad. Los
afroamericanos hoy en EEUU van a vivir peor que sus padres, pero por lo menos
tienen el privilegio de sentirse identitariamente mejores que los blancos. O
sea, que están comprando la misma patraña que compraron los rostros pálidos hace un
siglo.
Hay
otro capítulo en el que el autor desmitifica completamente la Guerra Civil
estadounidense. Reproduce citas extremadamente racistas de Lincoln y afirma que
éste sólo quiso abolir la esclavitud tras dos años de contienda, y únicamente
para hundir económicamente al Sur. Parece claro que lo de que Lincoln mandó a
morir a cientos de miles de jóvenes para liberar esclavos no es más que,
literalmente, la historia que emocionó a Spielberg.
Pero
sin duda los párrafos más universales e imperecederos son los que giran en torno
al tema del odio. Hasta éste está regulado. Citamos in extenso: “La INCITACIÓN
AL ODIO es el concepto
más orwelliano que ha surgido del ocaso del siglo XX. Es especialmente engañoso
porque se oculta tras una máscara de Cara Feliz. Casi todo el mundo quiere
estar del lado del amor, ¿no? Como todas las ideas peligrosas, la noción de la
incitación al odio suena bien hasta que uno se pone a desmantelarla pieza por
pieza. El primer problema está en la imprecisión del término. La incitación al
odio, al parecer, se refiere a todo lo que ellos odian. Mediante una exposición
incesante a una imaginería bienintencionada y jabonosa, se le ha lavado el
cerebro a gente por otro lado inteligente hasta hacerles creer que el “odio” es
una explicación satisfactoria para cualquier acción humana. Reducir las luchas
sociopolíticas complejas a un asunto de ´odio´ es tan simplista como culpar al ´pecado´,
pero se lo tragan.” (pág. 252)
Lo
que define al Estado es que tiene la exclusividad de decidir el uso legítimo
del odio. Cuánto y por qué puedes o no odiar. Pero “si alguien llegase a concebir
una máquina capaz de medir el odio (un odiómetro) apostaría mis monedas falsas
a que existe más odio entre jefes y empleados que entre negros y blancos” (pág.
150).
La
cuestión es más bien cómo reapropiarnos de nuestro odio, no dejar que lo teledirijan
las élites, y convertirlo en arma política. Goad sueña con blancos y negros
pobres haciéndose conscientes de que les une la dificultad para llegar a fin de
mes, y actuando en consecuencia. No sería difícil porque entre ellos hay mucha
afinidad existencial; de hecho tienen vidas con más similitudes entre sí que
las que pudiera haber entre blancos ricos y blancos pobres. El gran ardid de
los amos del cotarro es haber puesto a pelear a blancos y negros pobres por las
migajas que se caen al suelo en las cuchipandas globalistas.
Según
la contraportada de la magnífica edición de Dirty Works, hasta el gran Chuck
Palahniuk celebra el estilo de Goad. Hay que decir que el tipo escribe
fenomenalmente bien. Son casi cuatrocientas páginas de adrenalina y frases
inolvidables. Se nota que ha leído mucho y que sabe argumentar. Y desde luego
tuvo buen ojo al intuir una rebelión de los blancos de clase baja contra lo
“políticamente correcto” -lo “ideológicamente estreñido” como dice él- ahora que votan en masa por alguien como Donald Trump,
cuyo principal logro es ser unánimemente anatemizado por las élites progres
urbanas. Éstas defienden con fervor religioso unas políticas identitarias adalides
de una muy antimarxista despolitización de la economía en aras de batallas epidérmicas
por el relato. "En apariencia, los progresistas blancos no se quejan de la
economía porque les va de puta madre" (pág. 345)
Los votos a Trump son votos-peineta de gente muy cabreada. Los que dirigen el Cotarro
podrían intentar comprender el origen de tanto rencor y tratar de mitigarlo, o
pueden seguir metiéndole el dedo en el ojo todos los días a la clase
trabajadora desahuciada por el proceso de desindustrialización hasta que
vuelvan a saltar. Pronto sabremos si Trump originó el terremoto o por el
contrario lo contiene temporalmente.
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