Isaac
Asimov pensaba que Flores para Algernon era una novela escrita desde el
alma humana. Cuenta en sus Memorias que fue un honor entregarle el
premio Hugo a su autor, Daniel Keyes. Le entusiasmaba tanto el libro que al
anunciar el galardón gritó ante la audiencia “¿Cómo lo ha hecho?¿cómo lo ha
hecho?”. A lo que el modesto Keyes, al llegar
al escenario, le respondió que no lo sabía, y que si lo averiguaba por favor se
lo dijera para poder repetirlo.
(Keyes
no volvería a publicar un libro de la calidad y profundidad de Flores para
Algernon, así que igual sí es cierto que fueron las gentiles musas las que le
inspiraron y él únicamente se dejó mecer por ellas…)
En esta novela de 1959 se nos cuenta la historia de Charlie Gordon, un treintañero con una discapacidad intelectual que tras un experimento científico empieza a desarrollar gradualmente una superinteligencia, que luego pierde poco a poco para volver a su estado inicial. Le acompaña en este proceso el ratoncito Algernon, al que también operan para hacerlo muy listo.
Como
sucede con algunos libros de ciencia ficción, -y el mencionado Asimov es un
buen ejemplo- Flores se concibió como una novela adulta, pero el paso
del tiempo la ha ido convirtiendo en una obra más bien orientada a lectores
jóvenes; de hecho también circula una versión ilustrada para niños. Esto, lejos
de ser algo negativo, me parece honrosísimo. Uno desearía ser adolescente para
poder vibrar con las aventuras del bueno de Charlie Gordon y su compadre
ratonil. Éste es uno de esos libros que dejan poso si los leemos cuando todavía
somos maleables.
La
cita de rigor con el que comienza la novela es de Platón, del mito de la
Caverna seguramente, y habla de lo distintas que son las cosas cuando las vemos
iluminadas. Es una interpretación posible, y es la que quiere transmitirnos
Keyes, pero a mí me parece más una novela sobre el crecer. Charlie es como un
niño y así le trata todo el mundo; cuando se hace inteligentísimo su madre ya
no le comprende y descoloca a sus amigos. Él al principio lo pasa mal pero lo
acaba sobrellevando con arrogancia autodefensiva, como cualquier joven.
Hay
un pasaje glorioso en el que descubre que los científicos que le han mejorado,
y a los que él venera como a dioses paternales, son de hecho menos inteligentes
que él, y se pilla un enfado que semeja al de un preadolescente que descubre
que sus padres no lo saben todo.
La
narración es en primera persona. Charlie tiene problemas para escribir bien, y
las primeras y últimas páginas son agotadoramente transcritas cómo escribiría
alguien con una discapacidad. La crítica considera esto un hallazgo, pero a mí
me parece lo menos genial de todo, si bien entiendo que era necesario; es un estilo coherente con la historia que cuenta. No merma empero la calidad del conjunto; estamos ante
una inolvidable y bellísima historia.
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