Sabemos que hay una dependencia de la geografía hasta niveles obscenos, y que un galimatías manchando un papel se considerará un hito del pensamiento si viene escrito en alemán o francés, mientras que obras innovadoras y bien estructuradas pasarán desapercibidas si fueron escritas en idiomas con menor celebridad filosófica. La política juega claramente un papel principal, y el respaldo de estados fuertes explica sin duda la prevalencia de determinados autores. También está la importancia de la industria editorial, que es lo mismo que decir el peso económico del país donde publica un autor. Pero sobre todo, como factor definitivo, encontramos a las inercias intelectuales, o sea, la cobardía constitutiva de los académicos que hace que se regurgiten sin fin aparente a tres o cuatro autores con los que se sienten seguros, en lugar de desafiar los prejuicios de su casta y ampliar su horizonte intelectual con nuevos pensadores que presenten enfoques novedosos.
Aunque
la verdad es que nada explica satisfactoriamente este cul de sac en el
que vive la filosofía académica, que parece no haber descubierto que hay más
siglo XX que el de Husserl, Foucault y Deleuze. Y sobre todo que el de Martin
Heidegger, una persona moralmente abyecta y con una formación mediocre que no
tenía ni los más mínimos conocimientos de disciplinas como la economía, la biología
o la historia, y que sin embargo figura como el gran pope del que lleva
bebiendo la filosofía occidental desde hace ya casi un siglo. Su
talento para los juegos de palabras y las propuestas vacías pero gesticulantes
no han tenido parangón, eso sí, y desgraciadamente sigue siendo un tótem
incontestable. En el 2027 se cumplirá en
centenario de la publicación de Ser y tiempo. Igual va siendo hora de
asumir que no se puede exprimir más esta obra y buscar otros textos sobre los
que trabajar
No
consta que su legado intelectual haya aportado nada la liberación individual,
al progreso social, ni al avance civilizatorio. Queda pendiente para una
verdadera Teoría Crítica dilucidar qué ha salido mal en Europa para que no se
considere necesario cierto compromiso con la mínima decencia como condición para ser
encumbrado como filósofo de referencia.
Contra Heidegger
Heidegger
ha sido considerado como el gran filósofo de la técnica. Afortunadamente
semejante despropósito está siendo rebatido por autores más
recientes. Javier Rodríguez Hidalgo, por ejemplo, tuvo la mala idea
de nacer en Portugalete en los años setenta y su genial librito ¿Sólo un
dios puede aún salvarnos? Heidegger y la técnica [i]no ha dejado huella, aunque sospechamos que si
hubiera aparecido bajo nombres galos en París hoy sería una lectura
imprescindible.
Rodríguez Hidalgo afirma que ha habido en el siglo XX muchos filósofos de la técnica y mucho más interesantes que Heidegger (Lewis Mumford o Jacques Ellul, por ejemplo) y sobre todo con muchos más conocimientos científicos. Canonizar al alemán como adalid de la disciplina ha lastrado las investigaciones en este ámbito, ya que de hecho casi no escribió sobre el tema y sus pocas reflexiones son realmente metafísicas, ajenas a la técnica en sí. De hecho Heidegger ha arrojado a sus seguidores a “una reflexión en circuito cerrado en torno a la técnica y el olvido del Ser” que carece de operatividad, sin aplicaciones concretas, y que se pierde en las nieblas del lirismo más afectado.
Antonio
Diéguez es un catedrático de Filosofía de la Ciencia, profesor de la
Universidad de Málaga, que también relativiza mucho el supuesto magisterio de
Heidegger. Pero no se queda en la desmitificación; propone una alternativa, desempolva a José Ortega y Gasset, y demuestra que su Meditación
sobre la técnica es mucho más productiva que cualquier galimatías
metafísico heideggeriano.
Encontramos
su vindicación de Ortega, además de la introducción a la edición del libro de
Ortega en Biblioteca Nueva[ii], que coescribe con Javier Zamora
Bonilla, en un texto mucho más desarrollado en la Revista Internacional de
Tecnología, Conocimiento y Sociedad, titulado “La filosofía de la técnica
de Ortega como guía para la acción. Una comparación con Heidegger”, que circula
sin problemas en pdf.
Éste
es el estudio comparativo de las filosofías de Heidegger y Ortega en el terreno
de la técnica más competente que conocemos. Diéguez hace un repaso del
pensamiento de ambos filósofos, y si bien reivindica a Ortega, también le reconoce
algún mérito al viejo nazi.
Empieza
definiendo técnica, técnica moderna y tecnología, que es un tema semántico
crucial y que se obvia. Técnica moderna y tecnología pasan a ser sinónimos, y
se refiere a técnica basada en el conocimiento científico y ligada al proceso
de industrialización.
En
principio analiza las similitudes de ambos pensadores. Explica que ya Marx
había hablado de los poderes liberadores de la técnica moderna, pero los dos
filósofos reseñados fueron los primeros en considerar que la técnica era
constitutiva del hombre moderno, no una mera ayuda auxiliar. Ortega hablará de
hecho del ser humano como un “centauro ontológico” por vivir entre dos planos,
y dirá de la técnica que es “ultrabiológica” porque de hecho cambia la vida de
la humanidad.
Pero
lo que les distingue más es la visión de conjunto. Heidegger era un pesimista
patológico, Ortega en cambio es de los que ven el lado bueno de las cosas. Como
señala Agapito Maestre en su libro sobre Ortega, El Gran Maestro,
es difícil encontrar una página de Ortega que no rezume alegría.
El
cenizo de Heidegger cree que la técnica aleja al hombre del Ser, que se lo
oculta y le separa del mundo (Gestell). Diéguez cita una crítica que le
hace Friedrich Dessauer al respecto, y que dice que es imposible un regreso a un
mundo pre técnico donde se viva en comunión con el ser. La técnica siempre ha
existido como parte de la condición humana por lo que no hubo tal momento
prístino. Que haya que recordar tal obviedad, por cierto, que además derrumba
como un castillo de naipes toda la propuesta heideggeriana, es muy diciente de
lo poco racional que es la elección de las celebridades filosóficas.
Diéguez
concluye que el prestigio de Heidegger se debe a su radicalidad y a su
impugnación del mundo moderno, muy del gusto del nihilismo postmoderno. Ortega
en cambio defiende la modernidad y sus posibilidades liberadoras. Confía
razonadamente en los beneficios de la técnica, sin caer en la tecnofilia casi
mística de algunos pensadores contemporáneos.
O
sea que Heidegger escribe para adolescentes que creen que el mundo les
desmerece; Ortega en cambio lo hace para adultos que agradecen estar vivos.
Veamos
a dónde nos lleva el logos del Manzanares, que fluye limpio de bilis.
La Meditación de
Ortega
Meditación
sobre la técnica nace de una
conferencia de la Universidad Internacional de Santander en 1933. La versión
que manejamos desde los años cincuenta tiene como anexos “Ensimismamiento y
alteración” -que de hecho forma parte de El hombre y la gente- y la
transcripción de unas conferencias en Darmstadt de 1951. Investigar si este
orden era el deseado por el propio Ortega o si se lo debemos a su discípulo
Paulino Garagorri, responsable del canon orteguiano hasta hace pocos años, es un
tema que nos supera. Aceptaremos el conjunto sin más.
Fue
un trabajo innovador en su tiempo. Lo que, por cierto, dice poco de
los filósofos, que ya llevaban por entonces casi dos siglos de revolución
industrial y todavía no habían convertido el tema en materia de estudio. El
gran filósofo de la tecnología actual, Carl Mitcham[iii], asegura que Ortega fue el primer filósofo
en hablar de la técnica. Aunque Diéguez matiza en la
introducción referida que Oswald Spengler o Lewis Mumford ya habían escrito libros
específicos previamente. De cualquier manera el filósofo madrileño
fue uno de los primeros en el mundo en considerar la técnica un tema crucial[iv] y anticipar lo que será recurrente en
la filosofía posterior.
(“Técnica”
es el término que emplean Ortega y Heidegger y así ha quedado. Pero lo cierto
es que sería más correcto hablar de tecnología, pues en lo que se piensa no es en
el talento humano, ni en un trabajo artesanal, sino en la existencia de un
aparato complejo, basado en conocimientos científicos, capaz de actuar con
autonomía. En la actualidad sí se habla ya de filosofía y filósofos de la
tecnología.)
La
lectura de la Meditación es, como casi todo Ortega, grata y
productiva. Claramente es un libro inicial breve inflado con textos
posteriores, pero se le puede sacar mucho provecho. En gran parte tiene
bastante de antropología filosófica, y considera que la técnica no es un factor
externo al ser humano, sino que éste es inconcebible sin ella. Lo que define al
ser humano es su “capacidad ingenieril” para adaptar el medio a sí mismo, no
adaptarse al medio, que es lo que hacen los animales.
Aquí
también recurrirá a su propuesta de que el hombre es un novelista de sí mismo,
se “autofabrica” y busca su propio yo. La técnica le ayuda a ello. Es evidente
que un horizonte de avances tecnológicos da mucho más espacio a los yoes
posibles que queramos crear, mientras que vivir en las cavernas limita mucho
las posibilidades. Un cazador-recolector nunca podrá elegir entre ser bombero o
astronauta.
La
técnica pues, no es ni buena ni mala, es inseparable del ser humano. No hay uno
sin el otro.
Ortega
empieza defendiendo lo instintivo del surgimiento de la técnica, porque emana
del instinto de supervivencia. El hombre usa sus habilidades para defender su
vida. Sabe que va a morir y no quiere hacerlo. Para evitarlo construye un
universo tecnológico, que es lo que Ortega llama “sobrenaturaleza”, la
epidermis planetaria en la que vivimos, y que ya no es mera physis. De
hecho la naturaleza es un ente separado del hombre para Ortega, y no es un ente
amable. Aunque no discute abiertamente a los románticos y a todos los
enamorados del regreso a una supuesta naturaleza maternal, desde luego sí queda
claro su pragmatismo. No hay una pacha mama esperándonos con
los brazos abiertos. En un estado puro de naturaleza no aguantaríamos más de
una semana. Debajo de la “sobrenaturaleza” hay una hostilidad asesina.
El
hombre construye bártulos no solamente para esquivar a la muerte, lo hace
también por algo tan básico como evitar el frío. Huye hacia el
calor. Cuando lo pierde, piensa en cómo crearlo. Y va más allá y
empieza a crear cosas superfluas, como depósitos de grano o presas hidráulicas,
sin las que teóricamente podría subsistir, pero que son las que de hecho le
permiten vivir como un ser humano, que ya sabemos que duerme mejor con buena
temperatura y necesita tener el estómago lleno para ser virtuoso con la ocarina.
El
hombre puede pensar, hablar y celebrar porque no vive en perpetuo estado de
alteración como los animales. Distingue cuando puede ensimismarse y cuando
puede relajarse ante la llegada del invierno porque tiene víveres suficientes.
La técnica es entonces esfuerzo para ahorrar esfuerzo, simplifica Ortega.
Anticipándose
a la retórica tecnófoba que cristalizará en torno a Heidegger y sus prosélitos,
Ortega afirma que la técnica es neutra y que con ella se puede hacer un gran
bien o un gran mal, pero depende de los hombres, no de ella en sí. Si la
técnica sirve para maldades, o para puerilidades, el error está en los
criterios de los hombres, que no saben cómo desear correctamente. Una
generación bien formada técnica y emocionalmente puede elevar enormemente el
bienestar general de la humanidad mediante la tecnología.
Uno
de los muchos motivos por los que la filosofía de Ortega es superior a la de
Heidegger, en nuestra opinión, es que el filósofo español categoriza los tipos
de técnica según su desarrollo histórico. Mientras que para el alemán un
martillo y el Apolo XI son de alguna manera lo mismo (y desde un punto de vista
“metafísico” tal vez lo son), para Ortega la técnica es histórica y responde a
las necesidades de su tiempo. Según esto existen tres estadios de la técnica:
1)
“La técnica del azar”, que es la inicial, y que se confunde con actos animales,
por ello instintivos. Se da todavía como naturaleza; no es deliberada. Golpear
dos piedras para hacer fuego o lanzar una flecha. Son técnicas que no tienen
conciencia de sí y sobre todo su desarrollo no implica un progreso civilizatorio.
Se llega a ella al albur.
2)
”La técnica del artesano” implica una invención no plenamente consciente, pero
sí la visión de un nexo entre las cosas. Es la propia de Grecia y
Roma, que han desarrollado otros campos de conocimiento, pero tampoco tienen un
discernimiento técnico muy superior al de sus antepasados. El cultivo del
campo, por ejemplo, ya no es producto del azar. Es cierto que ahora hay
fabricación, las armas de guerra tienen cierta mecánica, y hay regadíos, pero
todavía no hay una marcada separación radical con la naturaleza. El que
construye la herramienta es el que la usa; no hay un reparto de funciones entre
el inventor y su beneficiario. En este tipo de técnica no hay gran
diferencia con la anterior, “la técnica del azar”; todavía no ha habido grandes
cambios antropológicos. Hay una conciencia de que con la técnica se puede
modificar el entorno, pero todavía es muy rudimentaria.
3)
Con “la técnica del técnico” sí tenemos una invención buscada y reflexiva.
Desde hace dos siglos en Occidente ha prevalecido la técnica moderna, cuyos prolegómenos
se dieron en China o Egipto, pero allí no se volcaron en su desarrollo. Hasta el
amanecer de la modernidad no existía la voluntad de convertir la técnica en
teleología. En este estadio hay separación entre el inventor y el técnico que
maneja lo inventado. Ortega no llega a hablar de plantas de producción a gran
escala ni nada parecido. No sabemos si porque en España todavía no había muchas,
o porque no quiso o no supo profundizar mucho más.
La
clasificación que hace Ortega es, como hemos visto, bastante poco desarrollada
ya que ocupa pocas páginas. Compartimos el entusiasmo por Ortega de Antonio
Diéguez, pero solo si lo completamos con la lectura de Lewis Mumford, que como
veremos más adelante, también divide el desarrollo tecnológico en tres etapas,
pero con muchísima más profundidad.
(Donde
Ortega dedica tres o cuatro páginas a hablar de las fases de la técnica, Lewis
Mumford dedica cientos de páginas. Resumimos en pocas palabras sus tres fases:
1) Fase Eotécnica (entre el año 1000 y el 1750), en la que todo depende todavía
del artesano; 2) Fase Paleotécnica (entre 1750 y 1900), donde ya hay industria;
y 3) Fase Neotécnica, que es la del siglo XX, donde hay electricidad y
producción en masa).
Conclusión
Heidegger
hace metafísica, no filosofía de la técnica; no tenía capacidad intelectual
para más. Es comprensible que los académicos quieran considerar al profeta de las
tormentas como un prócer de la disciplina, porque eso les facilita el trabajo.
Su supuesta filosofía de la técnica exige muy poco. La retórica metafísica no
es falsable, no requiere de conocimientos previos. Así los filósofos pueden
regodearse en su jerigonza vacua a propósito de un martillo y fingir que están
diciendo algo interesante. Pero a poco que investiguemos descubrimos que eso no
vale para nada; no tiene función alguna en nuestro mundo. No nos sirve para
clasificar los avances técnicos ni medir sus posibles peligros u oportunidades.
Heidegger no tiene nada que decirnos ante el uso de drones o la ingeniería
genética. Tanto él como sus seguidores tendrían que haberse procurado antes una
formación para ello.
Ortega,
por el contrario, tiene una visión templada y elaborada sobre la técnica. Nos
puede ayudar a empezar a pensar, aunque ciertamente necesitaremos ayuda extra.
Los presupuestos que establece siguen siendo los correctos, pero luego tenemos
que recurrir a otros autores para seguir pensando la técnica. No olvidemos que
hasta Hans Jonas, uno de los filósofos que más trataron el tema, dijo en los
años ochenta que en la filosofía de la técnica todavía estaba todo por
hacer.
Se
cuenta que en sus últimos años Heidegger descubrió el fútbol y se pasaba horas
viéndolo por televisión. Un fin nada paradójico, desde luego. Además le
imaginamos sin preguntarse jamás cómo funcionaría de hecho ese aparato que le
retrasmitía en directo a esos simpáticos primates corriendo en calzoncillos a
miles de kilómetros ¿Qué avances tecnológicos y qué estructuras económicas lo
habrían hecho posible? No se lo preguntaba porque no lo consideraba
importante. Él ya había dado con cierto lirismo tecnófobo elevado a canon
filosófico y para qué esforzarse más.
Lewis
Mumford, tanto en Técnica y civilización como en sus libros
posteriores, ha estudiado miles de años de historia tecnológica, se ha
sumergido en el mundo de la ciencia, y todavía hoy nos es útil. Cuando habla de
la aparición de los relojes en los monasterios benedictinos y cómo se
expandieron por Occidente, está dando un dato histórico que puede ser refutado
o no, dependiendo de las pruebas factuales. Cuando Heidegger dice que estamos
arrojados en el tiempo, no hay nada que debatir porque en última instancia no es
otra cosa que simple poesía gnóstica.
Así
que en nuestras aproximaciones al mundo tecnológico seguiremos las
investigaciones históricas de Mumford y las propuestas filosóficas de Ortega. Al
sujeto con tiroleses lo dejamos para cuando haya que poner el ejemplo de un
pensador ridículamente sobrevalorado.
[i] ¿Sólo un dios puede
aún salvarnos? Heidegger y la técnica, de Javier Rodríguez Hidalgo.
Ediciones El Samón, Alicante, 2013
[ii] Meditación sobre la
técnica, de José Ortega y Gasset. Biblioteca Nueva, Madrid, 2015
[iii] Thinking trough
Technology, Mitcham, Carl, The university of Chicago press, 1994
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