La cosa fue más o menos así. Hace
mucho tiempo unos simpáticos cavernícolas dejaron atrás su animalitas, e
imaginaron una red de significados cada vez más amplia y compleja que acabó
rigiendo sus vidas.
Es lo que hoy llamaríamos el amanecer
de la cultura humana.
Explicar el porqué de este amanecer y de su desarrollo es muy complicado. Durante más de dos milenios tuvieron vigencia las narraciones helénico-cristianas, pero desde el siglo XIX priman las interpretaciones antropológicas, que todavía hoy intentan darnos una explicación convincente del origen de la cultura. Para ello suelen coger un instinto un poco al azar y darle prevalencia. Por ejemplo, para los marxistas todo empezó por el instinto natural de proveerse de medios materiales de subsistencia; la cultura vendría de ahí. Para Freud lo libidinal será lo determinante. Nietzsche, por el contrario, defenderá que el instinto definitorio es el de dominio sobre los otros, mientras que Cassirer apostará por la tendencia innata hacia lo simbólico…
Y así toda una serie de aproximaciones
sectoriales que acabaron convirtiéndose en las diversas teorías de la cultura
con las que lidiamos hoy. Lo malo de estas teorías es que no son falsables; no
hay manera de demostrarlas. O sea que suelen convertirse en relatos
acientíficos que aceptamos según nos convenzan o se adapten a nuestros
intereses.
La teoría mimética es un ejemplo de
esto. Si la resumimos en dos brochazos viene a decir que lo que singularizaría
al hombre frente al animal es su condición mimética. El ser humano se forma
desde su nacimiento imitando a sus semejantes. Imitamos a nuestros padres,
luego a los vecinos, a las masas o a las estrellas de rock. Toda nuestra
autoconstrucción identitaria se debe a un plagio masivo. No hay un “yo”
prístino que haga nada original.
Aunque por supuesto nunca podremos
remontarnos a los albores de la humanidad para comprobar si con el reflejo
mimético empezó todo, o poner a unos cromañones en un laboratorio a ver si se
imitan, hoy por hoy ésta es una teoría de la cultura que nos resulta plausible
a muchos y sus interpretaciones nos parecen las más adecuadas para explicar el
mundo presente.
Imitación del hombre (Editorial
Malpaso, 2020) del barcelonés Ferran Toutain es un buen texto
introductorio a la teoría mimética. El libro tuvo una primera edición en
catalán en el 2012, y ésta es una revisión castellana de aquella. Se compone de
cuatro partes que teóricamente se corresponden con cuatro núcleos temáticos,
pero la verdad es que todo acaba mezclado en un feliz flujo de ideas nutritivas
que solo al final pierden algo de sabor por no presentar una conclusión más
potente (concluye apelando al humor, a no tomarse nada en serio).
Toutain escribe muy bien y lo hace
para un público no especializado. Cada página contiene algo reseñable y alguna
propuesta que nos puede agradar o no, pero que en ningún caso nos deja
indiferentes.
Estamos ante un ensayo muy de nuestro
tiempo, es decir, de género híbrido. Tiene algo de autobiografía, de digresión,
de divulgación histórica, y de análisis de actualidad (las visitas al paisaje
político actual son continuas). No consigue profundizar como lo haría un
tratado riguroso, pero también nos ahorra los tecnicismos y la prosa
encorsetada propia de los papers universitarios.
El estudio de los orígenes de la
teoría mimética en Platón y Aristóteles está bastante bien trabajado. Pero
sobre todo se considera que han sido los novelistas modernos los que han
conseguido penetrar en los arcanos del ser humano describiendo sus reflejos
miméticos. Por ejemplo, el Julien Sorel del Rojo y Negro de Sthendal es
un paradigma de personaje compuesto exclusivamente de influencias.
El principal representante de la
teoría mimética es René Girard, un antropólogo clásico francés recientemente
fallecido cuyo nombre no suena a gran celebridad intelectual, tal vez porque su
momento está por llegar.
Girard es el referente en Imitación
del hombre, como también lo es el escritor polaco Witold Gombrowicz, cuyas
frases salpimentan el libro. Nos topamos así mismo con muchos otros
contribuidores más o menos voluntarios al desarrollo del concepto de mímesis,
que desde la Atenas clásica ha estado vagando por la historia del pensamiento
occidental hasta su eclosión definitiva en nuestros días. Lastimosamente la
edición carece de índice onomástico, que facilitaría las consultas porque la
artillería de citas y referencias es atronadora.
Por supuesto, el tema de los
nacionalismos, los populismos, el deporte, y toda forma de comportamiento
social mimético atraviesan sus páginas. El libro tiene algo de manual de
supervivencia ciudadana en la Cataluña (y España) del siglo XXI. Hay muchas frases
logradas de esas que nos deslumbran, y que subrayamos para memorizar y poder
soltar en los eventos sociales como si fueran nuestras y epatar a la gente.
Solo habría alguna enmienda que
ponerle a este libro. Mientras que Girard es un pensador católico que ve
esperanza y redención en la teoría mimética, Toutain va más por una senda
descreída e irónica, algo que fácilmente podría derivar en cinismo. Y con esta
teoría eso puede resultar peligroso; nada más fácil para los enemigos de la
libertad que reducir al hombre a la categoría de mono imitador.
Juan de Mairena advertía a propósito
del struggle-for-life darwiniano que “es lo que pasa siempre: se señala
un hecho; después se le acepta como una fatalidad; al final se convierte en
bandera”.
Hay que tener cuidado con los que
quieran hacer una bandera de la teoría mimética. Puede justificar la
despersonalización. Es fundamental usarla con responsabilidad.
este artículo apareció en Democresía
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