Vivimos
tiempos en los que la política se ha convertido en un escupidero de bilis. En
la esfera pública no hay nada constructivo ni ilusionante, sólo insultos y
anatemas moralistas. Por eso se agradece dar con un autor al que no se le puede
ubicar en ninguna bandería vigente, y que en lugar de escribir con dedo
acusador se limita a analizar con sosiego los problemas actuales.
Esteban Hernández es un columnista de El Confidencial que desde hace un lustro saca un libro al año. El último es Así empieza todo. La guerra oculta del siglo XXI. Son diez capítulos y doscientas cincuenta páginas muy bien escritos -con algunos párrafos cincelados de hecho con gran belleza- en los que indaga en el porqué de los cambios geopolíticos actuales y cómo el Covid-19 no ha hecho más que agudizarlos, hacia dónde nos dirigimos con este nuevo orden iliberal que padecemos, la conversión en pocos años de China de país feudal a superpotencia, la irrupción del teletrabajo y la digitalización, los populismos, y la nueva cultura mainstream individualista y cínica.
Hernández
entiende que el origen de los fenómenos sociales está en su estructura
económica. Nos dice que en nuestro tiempo coexisten dos maneras de entender el
capitalismo, por un lado el fordista, que es productivo, industrial, ávido de
enraizamientos nacionales y amparo estatal; y por otro lado está el capitalismo
financiero, que no construye nada concreto, parasita los procesos productivos,
requiere flujos de capital globales, y crece mejor entre sociedades desvertebradas
y con estados debilitados.
Tras
la crisis del 2008 el capitalismo financiero, en lugar de hacer propósitos de
enmienda, salvó la situación acelerando su dominio sobre el fordista, lo que
explica que cada vez las clases medias y bajas occidentales vivan peor y se
sientan más excluidas de sistema democrático liberal, que hasta hace poco
parecía incontestable.
El
capitalismo fordista generó muchas injusticias y desde luego no es la panacea,
pero como nos recuerda Hernández, había llegado a un punto en que elevó el
nivel de vida de la población y funcionaba razonablemente bien. En esta forma
de orientar la economía, por ejemplo, cuando un empresario quiere abrir una
fábrica de muebles en una ciudad, contrata a los vecinos de la misma, activa
una economía de arrastre que beneficia al sector servicios local, y sobre todo
paga impuestos en el país, que si el Estado es eficiente se convierten en
bienestar social.
El
capitalismo financiero sin embargo no funciona así. Sus agentes se mueven entre
ciudades globales, buscando territorios donde hacer operaciones financieras que
cada vez se relacionan menos con la economía real y que a menudo implican hacer
grandes negocios hundiendo sectores productivos. Luego se llevan los beneficios
a algún paraíso fiscal sin que no quede nada más que deslocalización económica
y resentimiento social en el lugar donde intervinieron.
El
autor se adentra sin muchos prejuicios en el charco de lo políticamente
incorrecto. Ve una degradación de la condición humana como consecuencia del capitalismo
financiero, que está detrás de las grandes transformaciones sociales de las
últimas décadas. Sus aliados para ello están en las dos bancadas políticas de
hoy. La izquierda contracultural, lejos de traer la liberación anunciada en el
68, no ha hecho más que hegemonizar los medios de comunicación para difundir
una ideología nihilista y antioccidental que ha enajenado a grandes capas de la
población más tradicional, que además era ya la más perjudicada por la
desindustrialización. Los llamados partidos conservadores tampoco supieron ver lo
que merecía la pena conservar -la common decency orwelliana-, y
respondieron a la contracultura progresista con una contracultura
individualista que también dinamitaba toda forma de comunitarismo y apoyo a los
que se quedaban atrás.
Ambas
corrientes, entre las que oscilamos hoy, no buscaron mantener los valores de
siempre sino crear unos nuevos. Como eso
no ha funcionado y básicamente han dejado a las personas perdidas y sin
referentes morales centenarios (familia, religiosidad, patriotismo…), ahora se
acusan mutuamente de todas las calamidades sociales en lugar de ofrecer
proyectos constructivos.
Hernández
repite varias veces y de distintas formas que lo que hay que hacer ya para
empezar a recuperarnos es restituir los vínculos sociales y los valores
conservadores. Para él, este humano apátrida, solitario y volcado hacia una
sexualidad cada vez más bizarra que nos imponen los relatos hegemónicos sólo
favorece a los especuladores que hacen su agosto entre personas rotas y
aisladas. Tenemos que volver a levantar puentes.
Nuestro
país no parece tener un futuro muy halagüeño en Así empieza todo.
Nuestras élites están poco capacitadas para proyectos a largo plazo y se limitan
a oficiar de intermediarios con el capitalismo financiero y los poderes
regionales. Muchos de nuestros quebrantos tienen que ver además con la
dependencia de Alemania, que no ha estado a la altura como cabeza de la Unión
Europea, y cuya alianza con unos Estados Unidos en retirada empieza a ser un
pesado lastre.
Pero
las propias lógicas del capitalismo igual sí pueden jugar a nuestro favor.
Hernández considera inviable que el propio sistema pueda sobrevivir primando su
vertiente financiera, ya que necesita un mínimo de productividad real para
sustentarse. Entonces sí es posible que afloje un poco su presión y a corto y
medio plazo se recupere la economía industrial. Europa podría recuperar su
proyecto unificador reactivando la producción y aprovechando la digitalización
para refundarse.
Con
la llegada de este período de reconstrucción económica la política biliar que
nos ha polarizado y enfrentado como sociedad se iría disolviendo poco a poco, y
todos estos populismos abrasivos pasarían a ser malos recuerdos colectivos. La
economía que produce bienes tangibles a gran escala necesita de redes de
cooperación, suma de esfuerzos, buenas comunicaciones, y política eficiente. Requiere
que estemos unidos, en suma.
Si
tuviéramos que resumir nuestra conclusión de Así empieza todo en una
frase, sería que la vuelta de un capitalismo fordista que nos obligue a fabricar
cosas juntos es tal vez la última esperanza de esta sociedad depresiva y rota.
este artículo apareció en Democresía
No hay comentarios:
Publicar un comentario