30.12.23

El totalitarismo kitsch


1.
Milan Kundera es un celebérrimo autor checo cuyos libros suelen ser excelentes y además gozan de buena acogida entre los lectores. En sus novelas, repletas de digresiones filosóficas, demuestra que es un tipo con kilómetros de rodaje vital y que atesora innúmeras lecturas. Pero también tiene libros de no ficción que son complemento y enriquecimiento de sus ficciones.
El arte de la novela, por ejemplo, es un ensayo que tiene siete capítulos autónomos de distintos géneros, pero que en conjunto se puede leer como una única propuesta estética.
El primer capítulo se llama “La desprestigiada herencia de Cervantes” y es nada menos que un manifiesto literario. Kundera reivindica la novela como el género por excelencia de la modernidad, además de ser la manera que tiene el hombre moderno de llegar a hacerse preguntas y encontrar respuestas con una profundidad que la propia filosofía no puede. Para Kundera, la novela y la modernidad caminan en paralelo y juntas llegan a las “paradojas terminales”, que un gran filósofo como Husserl no consiguió vadear, nos dice, pero que los novelistas como Franz Kafka o Robert Musil sí han sabido cartografiar: ¿somos libres en un mundo que mañana puede quedar arrasado por la guerra? ¿sin valores universales no se abre las puertas en Europa a la sinrazón?¿hay privacidad y derecho en una sociedad controlada por la burocracia estatal?...
El segundo capítulo es una entrevista, de las raras que ha concedido a lo largo de su carrera Kundera, y resulta esclarecedor, ya que no suele hablar con tal transparencia de sí mismo. Volverá a haber una entrevista en el capítulo cuarto, esta vez centrada en la influencia de la composición musical en sus novelas.
Y el tercer capítulo es una valiosísima introducción a la trilogía de Los sonámbulos de Herman Broch; lectura de esas apabullantes y ante las que tendemos a rendirnos, pero que de aquí salimos animados a afrontar. Está claro que Broch es uno de los maestros de Kundera. Fue él uno de los primeros que desarrolló la idea de kitsch, tan importante posteriormente para el autor checo, y el que le hizo ver que las grandes desgracias políticas del siglo XX vienen porque el ser humano es un animal simbólico, no racional, y por ello se deja arrastrar por los símbolos, cuya creación maneja con especial destreza el comunismo. Cuando esta ideología señala algo como el “mal absoluto”, como en el “géiser de símbolos” por excelencia que fue la guerra de Vietnam, moviliza a multitudes; sin embargo la invasión soviética de Afganistán, igual de terrible, quedó “simbólicamente muda”, en la periferia, y nadie movió un dedo contra ella porque sus adversarios liberales no dominaban el arte de la creación de símbolos.      
El quinto capítulo es una explicación de la importancia de Kafka para entender nuestro tiempo. Se centra mucho en las “técnicas de culpabilización” descritas en La condena, donde un acusado es condenado sin razón y tiene que darle al acusador los argumentos para hacerlo. Una culpa en busca del delito. Como ante los comisarios políticos, tenemos que colaborar con el poder que quiere condenarnos haciéndonos nosotros mismos culpables de alguna manera. En la URSS, nos dice Kundera, las llamadas “autocríticas” era posicionarse al lado de los acusadores.
El capítulo siguiente es un diccionario de términos kunderianos que han aparecido dispersos en sus otros libros, implícita o explícitamente. “Infantocracia”, “homo sentimentalis”, “levedad”, … así hasta sesenta y cinco que darían para un estudio pormenorizado de muchos de ellos. Se trata de una fuente de ideas y argumentos impagable para combatir a los nuevos populismos de todo signo derivados de antiguos totalitarismos. Lástima que vivamos tiempos de rendición porque Kundera en general, y estas páginas en particular, son todo un alegato por la libertad individual.
El último capítulo es un discurso en Jerusalén en el que hace una breve recapitulación de sus obsesiones y trayectorias.
El arte de la novela es un libro fructífero y luminoso. Lástima que no desarrolle todo mucho más (no llega a las doscientas páginas). Desde luego leído desde el punto de vista de la filosofía, hay que reconocer que las buenas novelas llegan a unos lugares donde la filosofía, esclava de sus propios vicios y limitaciones, no llega. Esto, lejos de ser algo malo, simplemente nos lleva a preguntarnos qué interés hay en seguir por caminos sin salida y negarse a reconducir las investigaciones filosóficas.
En cuanto a la cuestión de lo político, Kundera, un exiliado del comunismo, se niega a ponerse etiquetas y aun a considerarse susceptible de lecturas ideológicas, lo que le hace especialmente político, claro, incluso contra su voluntad, porque es disidente de un mundo cultural europeo donde casi todos los escritores parecen haberse sumado a la Gran Marcha hacia adelante de la izquierda que tan bien describió en La insoportable levedad del ser.

2.
Milan Kundera es un escritor paradigmático del buen hacer. En El arte de la novela afirma cultivar el “ensayo específicamente novelesco”, y en sus ficciones abundan las digresiones ensayísticas explícitas. Al final estos injertos dan un estilo propio a sus novelas, muy del gusto de su legión de lectores leales, y las enriquecen.
Desde luego para quien no tenga tiempo para leer libros menores -seguramente porque hace cosas heroicas como trabajar o sacar adelante una familia-, y necesita recomendaciones literarias certeras, este autor checo es la mejor garantía, ya que casi todos sus libros son de gran calidad literaria y buena sazón intelectual.
No existen, que sepamos, grandes estudios en nuestro idioma sobre el aspecto ensayístico de Kundera. Por eso saludamos Milan Kundera y el totalitarismo kitsch. Dictadura de conciencias y demagogia de sentimientos de Iván Vicente Padilla Chasing, libro a priori inaudible, ya que fue publicado por la Universidad Nacional de Colombia en el 2010 y su destino parecía ser no salir de ese hábitat, pero que sin embargo está teniendo una vida más larga gracias a internet.
Son 170 páginas en los que se estudian los conceptos y reflexiones que lanza Kundera en sus libros, especialmente en los tres más reseñados aquí: el mencionado El arte de la novelaLa inmortalidad y La insoportable levedad del ser.
El eje central del estudio de Padilla es el concepto de “kitsch”, que como nos recuerda el profesor colombiano empezó siendo un término para designar lo cursi o excesivo en el arte, y que fue derivando y creciendo en espiral ampliando sus significados y connotaciones, y que finalmente en Kundera adquiere un sentido político y sociológico de gran perspicacia y hondura. Está desarrollado en los distintos libros pero sobre todo en La insoportable levedad del ser. El kitsch es ese imperativo que nos obliga a conmovernos de una manera determinada, a marchar con la multitud con los ojos acuosos, y finalmente a reverenciar al que manda. Tiene que ver con la huida del miedo a la muerte y la desorientación vital. “El kitsch es incompatible con la mierda”; supone “mirarse en el espejo del engaño embellecedor y reconocerse en él con emocionada satisfacción”. Es lo que nos hace gesticuladores autosatisfechos, lo que nos impulsa a darnos palmaditas en la espalda porque pensamos que estamos más lejos de la muerte cuando caminamos por sendas trilladas.
Es kitsch el nacionalista que se emociona porque ve su bandera, y además se emociona de nuevo luego por haberse emocionado en el primer momento; considera que tanta emoción demuestra su natural autenticidad. Es kitsch la pareja que juega a discutir dentro de un bar para luego poder reconciliarse en la calle, en la noche y bajo la lluvia, felices porque actúan como en las películas románticas. Es kitsch el cuñado que pontifica a favor de la causa política de moda ante sus amigos, y mientras habla se contempla a sí mismo orgulloso, situado a la altura de los tiempos…     
Además existe toda una constelación de conceptos que giran en torno a este principio axial, como, entre muchos otros, “homo sentimentalis”, “infantocracia”, ”imagología” o ”levedad”. 
Para Kundera la civilización postindustrial ha conseguido producir en serie toda clase de objetos y bienes de consumo, pero también ha conseguido serializar los sentimientos, a los que ha convertido en derechos inviolables para el hombre europeo. La Ilustración quiso poner a los sentimientos, por naturaleza irracionales, bajo vigilancia; los poderes actuales han descubierto que pueden crear esos sentimientos primero, difundirlos en su manera más obscena (“kitsch”) después, y terminar por convertirse en sus adalides ante el “homo sentimentalis”, el ciudadano de la nueva “infantocracia”, que defiende sus emociones prefabricadas con pataletas y llantos.
Kundera creció bajo el comunismo. Le llamaba la atención su poderío estético y esa capacidad de movilizar incluso a los que no estaban a favor. La explicación que encuentra es que la ideología había sido sustituida por la “imagología”, que no busca tanto convencer como crear un idioma que haya que hablar necesariamente. Como dice en La inmortalidad, donde desarrolla el concepto, las ideologías sucumben a la realidad, pero la “imagología” no, porque ella misma crea la realidad. La propaganda soviética es hoy equivalente a la publicidad capitalista. Tenemos un “sistema imagológico” que controla los medios y decide que anhelamos y quiénes queremos ser. Desde unos despachos en algún sitio lejano, alguien con una corbata cara decide que este año vamos a suspirar por las pelirrojas, que nos sentiremos más nosotros mismos con ropas de colores azulados, y que ya no queremos tener un coche en propiedad porque nos hemos vuelto muy ecológicos.   
Y de fondo, “la levedad”, una vida cruda y cruel que no nos promete nada, que nos es hostil. Vamos a morir y a poca gente le importará. Los personajes de Kundera buscan desnudarse ante los otros para que las miradas les atrapen y ser así inmortales –“Todos necesitamos alguien que nos mire”-, pero siempre vuelve la certeza de que nada importa nada. Los otros no nos salvarán. El socorrido amor tampoco parece ser la solución, ya que se presenta siempre mediatizado por el kitsch. Todo indica que seguiremos entrando en los bares como animalitos asustados que suplican atención. 

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