28.8.22

Hija de revolucionarios

Cuando Laurence Debray cumplió diez años, su padre, el célebre buscarruidos francés Régis Debray, le anunció que ya era hora de que se posicionara políticamente. Iba a pasar un mes en Cuba y otro en Estados Unidos para que, a su regreso, eligiera entre el socialismo y el capitalismo. Así, tal cual. Y, como esta, hay docenas de anécdotas similares.

Hija de revolucionarios (Anagrama, 2018), de Laurence Debray, es una magnífica y desmitificadora autobiografía de una mujer que se hartó de crecer entre libros rojos y pedantes hombres armados.

Régis Debray siempre ha sido el paradigma del progre iluminado, de esos que se enamoran de su propia imagen y ven el mundo como un escenario sobre el que lucir su activismo. Su teoría del foquismo, además de intelectualmente errada, llevó a la muerte a cientos de jóvenes iberoamericanos que creyeron que la experiencia cubana podía repetirse. Él, por supuesto, al tener pasaporte francés, se libró de los paredones y pudo sobrevivir para escribir, trabajar para François Mitterrand y acabar siendo un venerable madurito que finalmente se ha reencontrado con el gaullismo.

En este libro, además, aparece como un auténtico pelmazo: obsesionado con la política, incapaz de mostrar emociones, ególatra, un tanto eurocéntrico y chovinista. Su hija Laurence señala todas sus contradicciones como personaje público, como el hecho de que defendiera a Hugo Chávez cuando jamás toleraría un gobernante así para Francia, o que siguiera siendo castrista tras la persecución a Padilla en el año 1971.

Tampoco habla bien de él como figura paterna, que prácticamente no fue. Y la venganza de la hija es convertirse en lo radicalmente opuesto a lo que se esperaba de ella. Mucho más hispana que su padre, que siempre guardó las distancias, ella se mantuvo leal a las raíces de su familia materna, venezolana, y además se hizo medio andaluza tras vivir unos años en Sevilla. Su lectura favorita era ¡Hola!, la revista del corazón española, donde descubrió a quien se convertiría en su figura política de referencia: el rey Juan Carlos I. De hecho, escribió una biografía del monarca, del que habla con verdadera fascinación en Hija de revolucionarios.

También sostiene literalmente que, en la España de los años ochenta, recuperó su confianza en la política. Juan Carlos I y su corte le parecen mucho más republicanos que la República de Francia, onerosa y elitista. Alfonso Guerra, por quien manifiesta un gran afecto, le resulta uno de los pocos políticos que ha conocido (y ha conocido a muchos) que no cambiaron al llegar al poder. La joven democracia española, en su conjunto, emerge como un horizonte de promesas y optimismo; la alegría de los sevillanos contrasta con la seriedad de su padre, de quien repite que es incapaz de compartir júbilo alguno, ya que está perpetuamente criticando todo y enfadado con todo.

El libro es, sin duda, un escarnio contra el sesentayochismo, los intelectualoides comprometidos y toda esa izquierda encantada de haberse conocido; la rebelión de Laurence Debray es contra aquellos rebeldes insoportables. Pero también es una vindicación de una existencia tranquila y cómoda. Una de las pocas cosas positivas que dice de su padre es que es inteligente, pero luego añade que está siempre sobreexcitado, por lo que no es capaz de razonar.

Hija de revolucionarios es un alegato en favor de una vida serena pero sin épica, y, sobre todo, lejos de los talibanes de la política, esos que no saben hablar de otra cosa y lo ven todo en términos ideológicos

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