En esencia, el libro traza una genealogía parcial, pero fascinante, de la disidencia cultural en el siglo pasado. Desde el dadaísmo hasta el punk, pasando por el situacionismo, Marcus compone un relato en el que los movimientos artísticos y políticos no son simplemente respuestas a su tiempo, sino ecos y mutaciones de una rebeldía primigenia. A su alrededor gravitan otras transgresiones y estallidos creativos que, aunque a menudo efímeros, dejaron una huella indeleble en la historia del arte y la música.
La obra no ha estado exenta de críticas, sobre todo por su falta de rigor académico. Sin embargo, lo que algunos consideran una debilidad, otros lo ven como su mayor virtud. Marcus no pretende ser un historiador convencional; su narración está guiada por una coherencia propia, por una pasión casi febril por los objetos de su estudio. No se le puede exigir una metodología impecable a quien reivindica a Johnny Rotten como uno de los grandes virtuosos de nuestra época. Su enfoque, a medio camino entre la erudición y la exaltación pop, nos ofrece paralelismos tan inesperados como eficaces: desde elogios a Loca academia de policía 2 hasta analogías entre el Mínima Moralia de Theodor Adorno y las letras de los Sex Pistols. Contra todo pronóstico, todo funciona. Rastros de Carmín se erige así como un gesto de irreverencia, un desafío a la alta cultura y sus pretensiones excluyentes.
Para un lector joven, el libro puede convertirse en un compañero de ruta, una lectura electrizante que despierta un interés genuino por la historia cultural y sus zonas más oscuras. Sin embargo, con el paso del tiempo y cierta madurez crítica, también es posible notar sus puntos flacos. Marcus nos sumerge en un torbellino de rebeldía, pero no ofrece salidas. Su diagnóstico del nihilismo es certero, pero sugiere que la única respuesta es un grito perpetuo. Y gritar demasiado, al final, agota.
Este punto conecta, aunque sea indirectamente, con la obra de Juan José Sebreli, un filósofo argentino que ha analizado con lucidez las vanguardias artísticas y sus contradicciones. En Las aventuras de la vanguardia (2002), Sebreli desmonta los movimientos que, desde el arte, la filosofía o la política, abominan de la modernidad sin ser capaces de ofrecer alternativas viables. No sabemos si llegó a leer a Marcus, pero podría decirse que ambos dialogan a la distancia. Mientras Rastros de Carmín celebra el caos de la insurrección cultural, Sebreli señala que muchas de estas explosiones creativas terminan mordiéndose la cola, atacando el mismo terreno que las hizo posibles. En su análisis, el arte abstracto, la música atonal o el rock industrial no son una negación de la modernidad, sino productos inevitables de ella.
La protesta estéril, el arte que vive en un perpetuo estado de confrontación, se convierte en una trampa. La disidencia sin proyecto corre el riesgo de ser fagocitada por aquello que combate o, peor aún, de conducir a caminos aún más oscuros. Quizá deberíamos exigirle más responsabilidad a las formas de resistencia cultural antes de entregarnos a su embrujo. O tal vez simplemente nos hemos hecho mayores y ya no nos seducen tanto los ruidos innecesarios.
1 comentario:
¿ Hacerse mayores es encontrar el lado bueno a mas y mas asuntos? ¿ tener menos necesidad de romper juguetes, de hacer ruido? Me gustaría que fuera así para todos, y que miráramos a los cachorros,incluido el que fuimos, con cariñosa condescendencia. Volver a leer lo ya leído con otra perspectiva, como ejercicio de redescubrimiento del entorno y de nuestra tripa,una propuesta seductora.Empezar por lo mas amado,un ejercicio de valor.Acepto el reto y lo agradezco
Publicar un comentario