Estanislao Zuleta (1935-1990) es uno de los pensadores colombianos más influyentes en la historia de su país. Formado en el marxismo, y tras un breve y desilusionante paso por el Partido Comunista, mantuvo siempre una posición heterodoxa y libre. Su obra abarca diversos campos temáticos, pero uno especialmente fértil y perdurable es su defensa del mejoramiento radical de la sociedad sin recurrir a la violencia. Zuleta abogaba por convivir con las diferencias, buscar la concordia y, sobre todo, desconfiar de respuestas totalizadoras, definitivas y excluyentes. La revolución, sostenía, se hace desde la vida cotidiana, con la certeza de que los conflictos son inevitables, de que cualquier solución es a largo plazo y de que sin una reforma profunda del sistema educativo no habrá nunca una prosperidad real.
Su legado está compuesto principalmente por conferencias transcritas por otros; él mismo escribió poco. Sin embargo, incluso con la problemática epistemológica que supone un pensamiento eminentemente oral, sus lecciones están llenas de ideas fecundas y sugerentes.
Uno de sus libros menos conocidos es Arte y filosofía. No es especialmente considerado en los estudios sobre el pensador ni suele figurar entre los más reivindicados por los zuletianos. Y, sin embargo, es paradigmático. Son once capítulos que, seguramente, corresponden a once conferencias. En la edición de Hombre Nuevo Editores, donde se recoge casi toda su obra, no se especifican las fechas ni el lugar en que se impartieron estas lecciones. La primera edición es de 1986, así que podemos situarlas en el primer lustro de los años ochenta, es decir, en la presidencia de Belisario Betancur, quien era amigo de Zuleta y le pidió formar parte de las negociaciones del proceso de paz impulsado por su gobierno.
Arte y filosofía habla de política, pero no se centra en casos concretos. Aunque surge enraizado en una coyuntura determinada, su defensa de la democracia y el apaciguamiento es legible en cualquier país y época.
Los dos primeros capítulos comienzan en la Grecia clásica. Zuleta vuelve siempre a Platón porque encuentra en él valiosos ejemplos para todo y porque comparte con el filósofo ateniense su inclinación por el diálogo como forma de conocimiento. Los griegos no tenían textos sagrados —una gran lacra de la humanidad—, y sus dioses eran leves y poco fiables. Al no contar con una fuente de autoridad incontestable, estaban obligados a demostrar sus argumentos, y muchas veces era imposible que una postura prevaleciera sobre otra. De ahí su angustia y la creación de la tragedia, que, como nos explica Zuleta siguiendo a Hegel, no es lo mismo que la tristeza o la melancolía.
Para Hegel, la tragedia surge cuando dos potencias igualmente válidas no logran una síntesis. La tragedia solo puede nacer, pues, cuando hay libertad de conciencia. No es posible en los monoteísmos ni en los estados totalitarios. Hay tragedia cuando no hay nada sagrado, cuando se vive sin dogmas y ninguna de las partes puede recurrir al argumento de autoridad. Solo queda entonces la crítica lógica como forma de combate: analizar sin prejuicios las posiciones del otro, detectar contradicciones, aceptar lo válido, señalar lo errado y replantearse las premisas si no han resistido el envite.
No podemos aferrarnos a ningún cetro, y además nada garantiza que lleguemos a una conclusión verdadera. Porque la “verdad” es siempre sospechosamente partidista. Zuleta dice, invirtiendo el Evangelio de San Juan, que más que “la verdad os hará libres”, deberíamos consolarnos pensando que “la libertad nos hará veraces”.
La tragedia es, entonces, tanto la libertad como la imposibilidad de certezas. Abracémosla y rechacemos a quienes nos ofrecen el fácil camino del dogmatismo y los argumentos prefabricados, que solo sirven para la exclusión y el aniquilamiento físico o moral del adversario. Atrevámonos a ser trágicos, nos pide Zuleta: solo así podremos coexistir.
Los siguientes capítulos de Arte y filosofía se centran en la estética. En un contexto que imaginamos cargado de un asfixiante realismo socialista, Zuleta defiende el arte abstracto. También rechaza cualquier enfoque nacionalista en la creación artística. Le interesa el arte hecho por la gente llana para dar forma a sus propios significados culturales; el capítulo 3, por ejemplo, es una elegía al arte primitivo. No quiere un arte popular, sino un pueblo de artistas; se opone, por ello, a la configuración de una cultura popular teledirigida y exige que la cultura existente sea accesible a todos.
Para él, cualquier discurso surgido de una minoría con vocación hegemónica es perverso; todo proyecto que busque homogeneizar a la sociedad es antidemocrático. Su recelo hacia los sistemas filosóficos cerrados es constante, por eso prefiere la polifonía de las novelas modernas.
Como no es un optimista antropológico, tampoco espera una era de Acuario que traiga la dicha a la humanidad. Los últimos capítulos son un interesantísimo estudio del romanticismo como categoría atemporal, que Zuleta lee con Freud como el retorno de lo reprimido. En la condición humana hay tendencias al tribalismo y a la irracionalidad demasiado profundas como para desaparecer. Es más, forzarlas a la extinción resulta contraproducente, porque regresan como síntoma. Toda luz tiene su oscuridad; toda ilustración tiene su romanticismo. Solo nos queda saber a qué atenernos y estar preparados.
El capítulo final nos devuelve a las polis griegas. Las megalópolis iberoamericanas despersonalizan y anulan cualquier posible autoinstitución social. La arquitectura (aquí sospechamos que la palabra correcta sería “urbanismo”) es el arte definitivo y el que debe pensarse con más urgencia, ya que puede transformar la vida colectiva. De cualquier manera, las ciudades son el futuro, aunque sea un futuro gris. Es un error convertir a la naturaleza en el fantasma de la madre buena agredida por el padre malo del progreso, sentencia Zuleta.
Esa mentalidad adánica es romántica, es decir, poco trágica.
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