No pretendemos inmiscuirnos en un asunto que sobrepasa nuestras capacidades. Sin embargo, cuando surgen epígonos discutibles de estos grandes historiadores, creemos que es necesario señalarlo.Siempre sentí simpatía por Fernando Sánchez Dragó; me parecía un personaje genuino y libre, casi heroico. En una época en la que el fútbol era una imposición social incontestable, y hasta los intelectuales fingían afición por él, tuvo la audacia de afirmar en horario de máxima audiencia que todo lector del Marca era un gañán analfabeto. Al menos se atrevía a llevar la contraria. Alfonso Sastre, nada menos, también le admiraba. Recuerdo que en un texto de los años ochenta decía que Dragó era el único escritor español vivo al que seguía, porque al menos decía cosas distintas a los demás. Por eso, no me sumo a la turba de odiadores de Dragó. Me gustaba. Lo que no quiere decir que su supuesta gran obra, Gárgoris y Habidis, me parezca otra cosa que una monumental oda al desperdicio de papel.
Seguramente este mamotreto no merecería una reseña crítica, dado que ningún académico lo toma en serio. Sin embargo, fue un fenómeno de masas en los años setenta y su poso ha quedado en el lector medio. No es raro encontrar hoy a personas que lo leyeron en su momento y lo citan como si fuera un libro de historia legítimo. Parte de su éxito se debe a que Sánchez Dragó se presentó como discípulo y continuador de Américo Castro, lo que le dio cierta respetabilidad e insertó su obra en la disputa historiográfica mencionada. También influyó su innegable talento narrativo: tenía una gran capacidad para exponer con belleza las ficciones como hechos históricos y los hechos históricos como ficciones, lo que lo convirtió, paradójicamente, en un adelantado a su tiempo.
Vivimos una era en la que los relatos nacionales ya ni siquiera intentan enraizarse en la verdad histórica y recurren, sin tapujos, a la falsificación. No pretendemos juzgar este hecho desde un punto de vista moral. En este caso, Sánchez Dragó, al igual que Américo Castro, quiso plantear en un momento de reconfiguración política un modelo de país abierto y sin identidades hegemónicas. Pero que la intención sea loable no significa que, desde un punto de vista intelectual, no estemos ante una aberración.
Gárgoris y Habidis se remonta a tiempos romanos. Comienza con la cita de un texto de Tácito en el que se menciona a un peninsular que se resiste al pretor imperial exclamando que “todavía existe la España antigua”. Sánchez Dragó pretende reconstruir esa supuesta España consciente de sí misma incluso antes de la romanización, poblándola de druidas, magos y celtas "españoles". Es decir, recurre a un nacionalismo esencialista. Llega a afirmar que ya existía una identidad española autóctona cuyo desarrollo fue truncado por la invasión romana. Este planteamiento se repite a lo largo de las ochocientas páginas: siempre hay una promesa de genialidad carpetovetónica frustrada por los extranjeros.
(A este propósito es fácil contraargumentar con la distinción que hace José Luis Villacañas entre idealia y realia. Los textos históricos nos hablan de idealia; así, podemos encontrar innumerables ejemplos de la propuesta de una patria unida en la Península desde tiempos remotos, pero eso no significa que existiera realmente como entidad política).
Lejos de ser una narración patriótica al uso, Sánchez Dragó también da cabida a los nacionalismos periféricos, en especial al gallego. Por momentos, el libro parece un manifiesto separatista galaico: “nunca habrá camaradería entre un gallego y un español” (vol. I, pág. 307), afirma refiriéndose al siglo XV, cuando hablar de una identidad española era todavía forzado, pero considerar que existía una identidad gallega resulta directamente grotesco. Va más allá y presenta a los "gallegos" y a "Galicia" luchando contra los romanos (vol. II, pág. 173). Además de establecer equivalencias imposibles y usar conceptos modernos fuera de contexto, recurre a todos los tópicos regionales posibles y construye una Galicia fantástica, poblada de fantasmas y meigas, que explicaría la realidad política actual.
En concreto, hay un pasaje (vol. I, pág. 341 y siguientes) en el que, hablando del apóstol Santiago, dice que cuando una leyenda se repite tanto, algo de verdad debe de haber en ella, sugiriendo que no es especialmente relevante que su llegada a la Península sea un dato histórico auténtico para que lo asumamos y lo defendamos como propio.
Sánchez Dragó ve sujetos políticos en las montañas y en los linajes; defiende un antirracionalismo permanente en todo el texto y exalta el culto a lo atávico y telúrico.
Este planteamiento mitológico y ficcional de las identidades políticas abunda, como hemos dicho, en el panorama político español, con especial gravedad en los nacionalismos periféricos. Se inventan historias nacionales milenarias para justificar objetivos políticos contemporáneos, cuando hablar de naciones políticas antes del siglo XIX es un sinsentido. Sánchez Dragó es un exponente de esta ficcionalización de la historia. A él, y a todos sus equivalentes nacionalistas, se les puede y debe exigir que se dediquen a escribir novelas, porque como historiadores son una auténtica calamidad.
1 comentario:
Que personaje..lleva siempre el agua a su molino,creerle es muy halagador,parece, y no mencionas como usa el insulto mas o menos sugerido y la descalificacion. No deja de ser un rey de taifas,la suya los libros que difundir.
¿rastacuerismo? ¿impunidad porque no se deja crecer la hierba de la discrepancia? ¿puro intéres caciquil?
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