Hay un libro de 1981 de Fernando Márquez alias “el
Zurdo” llamado Música Moderna que no
es especialmente bueno ni extenso, pero que tiene la virtud de ser una obra de
primera mano sobre aquello que se llamó “La Movida”, ya que está escrito por
uno de sus principales protagonistas y en plena efervescencia del fenómeno.
Para su reedición del 2014 José Manuel Costa escribió
una introducción que contiene un párrafo muy representativo de cierta nostalgia
de aquella autenticidad pretérita: "[En este libro] hay una palabra que brilla (casi) por su ausencia: ¨La Movida¨ (…) es un libro escrito antes de que nadie se
le ocurriera lanzar semejante expresión para disfrute de taxonomistas. En realidad Música Moderna es una recapitulación realizada justo
cuando teóricamente habría comenzado la susodicha Movida. Esto es, antes de la
contaminación de la pana umbraliana. Algo que, por supuesto, lo hace
infinitamente interesante."
Francisco Umbral, junto con muchos otros intelectuales,
consagró gran parte de su genio en convertir a la Movida en un “relato” de la
España constitucional. Hacía falta un nuevo imaginario tras cuarenta años de
nacional-catolicismo, y los nuevos mandarines socialdemócratas decidieron que
los artistas andróginos y noctívagos que querían ser un bote de Colón podrían
ser un buen referente para rehabilitar la imagen de España en el extranjero,
así como un medio para encauzar de paso a la ciudadanía patria hacia cierto
europeísmo liviano y consumista.
Desde las instituciones políticas, la televisión
pública y la prensa hicieron todo lo posible para encumbrar este fenómeno minoritario
como sinónimo de democracia y modernidad.
Así que hablar de la contaminación de la “pana
umbraliana” es todo un hallazgo. La pana es el símbolo indumentario de la
izquierda y Umbral era un excelente constructor de relatos, componentes todos de
una forma de hegemonía que fue arrolladoramente triunfante desde 1982 hasta la
crisis del 2008, y que por las fechas en que se escribió el libro todavía se
estaba configurando.
La Transición política y la Movida se solapan, y en
algunos aspectos se confunden en un zeitgeist
de libertad y autodeterminación de las identidades individuales. Desde principios
de los años setenta hasta la mayoría absoluta felipista hubo una vivencia de
libertad propia de tiempos constituyentes. No tanto una libertad jurídica, que
seguramente fue más real posteriormente, sino libertad de narrativas asignadas.
Aquellos españoles sentían que estaban construyendo su propia historia individual
y colectiva en unos años en los que la hegemonía hasta entonces vigente se
desvanecía y todavía no había llegado
otra igual de potente que la sustituyera.
Cuando la imagología joseantoniana ya no estaba, y
antes de que para
pintar algo en Madrid hubiera que estar a sueldo del grupo Prisa y tener carnet
del PSOE (valga la redundancia), o que en Barcelona hubiera que exhibir
catalanidad en algún grado para no ser estigmatizado de faccioso; o sea, antes
de que la nueva hegemonía decidiera quién era cada uno y qué hacía, hubo una
sensación de autenticidad y libertad, de vivir sin textos impuestos, que seguramente
es lo que extrañan las personas como José Manuel Costa.
Pero una vez que el período constituyente se cerró, y llegó
un nuevo gobierno poderosísimo formado por gente que había leído a Gramsci y
que tenían una agenda clara, lo de la libre creación de las individualidades y
hacer lo que cada uno de le diera gana ya no tenía mucho recorrido.
La “pana umbraliana” vino a fagocitar un fenómeno
contracultural para darle una utilidad política determinada. Pero la Movida
surgió en una coyuntura determinada, o sea que pilló con la guardia baja, y
luego resultó que estaba en el momento justo en el lugar adecuado. Dejó de ser,
en efecto, interesante, pero tampoco es que los momentos de autenticidad
prístina duren para siempre.
En fin, que relativicemos las melancolías.
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