Iñaki Domínguez ha hecho algo a contracorriente. Su exitoso libro de debut, Sociología del moderneo, está escrito con frescura y presenta tesis originales sobre las vigencias sociales en la España contemporánea. Es un texto de esos que se llaman “fuente primaria”, o sea, una obra sobre la que se harán estudios y que se incluirá en pomposas bibliografías, ya que muestra puntos de vistas innovadores en fondo y forma. Toda una gesta. Es algo a contracorriente, decimos, porque este tipo de libros suelen aparecer al final de una vida dedicada al estudio, no como carta de presentación en la ciudad letrada cuando apenas le está saliendo a uno el bigote de académico.
También es
raro que el segundo libro sea totalmente opuesto al anterior, o sea,
divulgativo, militantemente “fuente secundaria”, y de estructura clásica. Signo de los tiempos (así, sin
determinante, hasta en eso es anglosajón) son dieciséis breves ensayos sobre
“Visionarios, locos y criminales del siglo XX”, como reza
el subtítulo, la mayoría norteamericanos,
ninguno español, de desigual interés y extensión. Ideal como enciclopedia en la
que consultar información biográfica sobre gente como Charles Manson o Phil
Inspector, no aporta seguramente gran cosa como
conjunto.
Y las
tesis que da por hecho son más que discutibles. Chirría especialmente que
considere la “cultura pop” (casi por definición norteamericana) como global y
una referencia vivida igualmente en distintos países. Como si un joven de Antequera
y otro de Memphis se relacionaran igual con Elvis Prestley. Es lo mismo que
hacía José Luis Pardo en Esto no es
música con The Beatles, diciendo que son “cultura pop” y estudiándolas como
tal ¡desde Madrid!, donde nadie escucha y entiende a este grupo inglés fuera de
reducidísimos grupos elitistas; y sin embargo pretendía encontrar en ellos
respuestas que explicaran la antropología social circundante; así tal cual,
en plan vamos a entender los hábitos de flirteo de los habitantes de Carabanchel
gracias al yellow submarine.
Signo de los tiempos sigue esta senda errada. Es sencillamente imposible tratar de meter con
calzador que Woodstock pertenece a nuestra memoria colectiva como sociedad, o
que la marcha de Selma de Luther King nos educó políticamente. Mantener esas
patrañas solo denotan inautenticidad en el sentido más filosófico del
término. A todos nos hubiera gustado vivir en California en años setenta, pero
nos tocó nacer españoles hastiados antes del desguace final; sin duda un destino menos estiloso, pero que por lo menos es realmente nuestra
circunstancia, la única de la que podemos hablar desde lo personal supurando
honestidad.
Porque
queda claro que ni Domínguez ni Pardo dicen hacer sencillamente historia, como
obviamente se puede hacer historia de la Grecia Clásica veinticinco siglos
después y sin haber pisado jamás tan hermoso país. Ellos dicen hacer una
historia de la educación sentimental en primera persona del singular y del
plural. Como si con ello hablaran desde sus propias vivencias, como si nuestra
formación generacional hubiera sido igual que la gringa.
Domínguez sostiene en la introducción que los personajes que presenta son signos de un zeitgeist (“espíritu del tiempo”) en el que estamos inmersos -sí, nosotros, aquí y ahora, y que “nos nutrimos simbólicamente [de la cosmovisión pop] para entender el mundo”. Alarmado he bajado corriendo a la calle y le he preguntado al portero, a mi panadera y al de Telepizza si alguno consideraba que personajes aquí referenciados, como Jay Adams, creador del skate, Stanley “Tookie” Williams, líder de una peligrosa banda callejera en Los Ángeles, o John Holmes, primer gran estrella masculina del porno, han sido parte importante en su desarrollo personal y creen que simbolizan algo para ellos. La respuesta ha sido unánimemente que no; salvo el de Telepizza que al principio parecía que de John Holmes sabía algo, por lo del porno, pero luego resultó que lo confundía con Torbe.
Domínguez sostiene en la introducción que los personajes que presenta son signos de un zeitgeist (“espíritu del tiempo”) en el que estamos inmersos -sí, nosotros, aquí y ahora, y que “nos nutrimos simbólicamente [de la cosmovisión pop] para entender el mundo”. Alarmado he bajado corriendo a la calle y le he preguntado al portero, a mi panadera y al de Telepizza si alguno consideraba que personajes aquí referenciados, como Jay Adams, creador del skate, Stanley “Tookie” Williams, líder de una peligrosa banda callejera en Los Ángeles, o John Holmes, primer gran estrella masculina del porno, han sido parte importante en su desarrollo personal y creen que simbolizan algo para ellos. La respuesta ha sido unánimemente que no; salvo el de Telepizza que al principio parecía que de John Holmes sabía algo, por lo del porno, pero luego resultó que lo confundía con Torbe.
Este afán
por impostarse recuerdos foráneos y soliviantarse socialmente con temas
distantes tiene que ver seguramente con el encanto de escribir sobre lo que no
nos duele, sumado al relajo que supone leer sobre lo que no nos hiere (Puedo
ver, querido lector, su gesto de indignación ante este comentario y cómo,
sacando pecho, afirma y reafirma sentirse muy compungido por la segregación
racial en la Alabama de los años cincuenta. Menos lobos. A menos de cinco
kilómetros de distancia de su casa hay un centro de internamiento para
extranjeros, tragedia sangrante y actual a la que usted pretende ignorar
soberanamente, porque claro, con ésta sí le toca jugarse el tipo de verdad, no
es meramente terreno para declamaciones kitsch).
Otra de
las tesis rebatibles de este libro es su identificación -desde la barrera, claro-
por el mal. Evidentemente que a pesar de las críticas que hace el autor hay
fascinación por los asesinos en serie, como Ed Gein, que se comía a la gente pero,
según se nos informa, tenía una gran cultura. O Charles Manson, que hizo que rebanaran
a una embarazada de ocho meses, pero al fin y al cabo es un icono pop que mola
mazo.
Sin
embargo la figura del outlaw es, una
vez más, un fenómeno estadounidense que tiene que ver con su tradición
individualista; y en su lado más brutal, como ensalzar a los asesinos en serie,
es un poco el reverso del movimiento hippie. En España de eso no se da nada;
puede haber casos concretos de personas que tengan secretamente a escoria como
Manson en el pastoral, pero desde luego no hay equivalentes colectivos de
simpatía pública por los asesinos psicópatas. Los bandoleros españoles, como ejemplo
que presentaría más similitudes, son queridos siempre que no hagan barrabasadas
y tengan algo de defensores más o menos de la justicia social, o que sean hijos
del pueblo con fondo bondadoso; el Lute fue posible, por ejemplo, porque
queremos creer que la niña que murió en su famoso tiroteo cayó por una bala
policial, no por disparo suyo. Aquí no hay ni el más mínimo atisbo de
fascinación abierta por los asesinos de las niñas de Alcaser, por ejemplo.
Y
terminamos nuestra diatriba no premeditada contra este libro con la puesta en
duda del propio sentido de malditismo que defiende. Todos, absolutamente todos,
los personajes descritos han sido configurados por lo que Guy Debord llamaría
“la sociedad del Espectáculo”. La mayoría vivieron cubiertos de sexo y
billetes, y su leyenda posterior se debe a que se hicieron películas,
protagonizaron grandes titulares en prensa o super éxitos pop les cantaron sus
glorias. Aquí no hay nada de investigación en los márgenes ni excavación en
archivos olvidados. Son gente famosa porque alguien con poder y la American
Express Gold ha querido que fueran famosos. No hubiera venido mal un poco de
marxismo de la vieja escuela, de ese que no se creía que había un zeitgesit flotando que tomaba decisiones
aleatoriamente, como aquí parece sugerirse, si no que consideraba que siempre
había un interés oculto en la emergencia de fenómenos culturales.
Para su
autor, Signo de los tiempos es un
paso atrás, podríamos decir, esperemos que para coger impulso. Paradójicamente
es un libro que solo gustará a los “modernos” tan finamente descritos en su libro
anterior.
1 comentario:
Una pena que pasearte por tus gustos adolescentes como hace Iñaki Dominguez,se pueda confundir con un viaje cultural generacional: del instituto a la oficina, pasando por la universidad y por el bar.El libro es muy entretenido, como era entretenido leer el selecciones de reader´s digest y le sentaría bien no tener pretensiones.La fascinación por los malos nos duro por aquí, lo que duro la COPEL y la peli de Saura Deprisa..deprisa,enseguida volvimos a verlos como victimas de la droga y de una subcultura mas que discutible.La violencia individualista de todo vale, mejor si se queda en el bar. Nos interesan los yankis y mucho, pero no se si para admirar su reverso,quedarnos con sus historias de bandas, y pasar por encima de sus esfuerzos para esclarecer y mejorar la vida.
Espero el próximo libro con interes
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