El fútbol resulta inexplicable: ¿cómo es posible que una cosa tan estúpida pueda ser el principal tema de conversación de adultos con coeficientes de inteligencia supuestamente normales? Y sobre todo: ¿por qué el silencio de las minorías académicas e ilustradas ante tan burda imposición en nuestras vidas?
A favor del fútbol se publica mucho, como las elegías demagógicas de
Eduardo Galeano o las de Javier Marías. Pero en contra reina el mutismo; solo se dicen
algunas cosas con la boca pequeña y nunca en monografías.
Que no encontremos
prácticamente libros que estudien las patologías y sumisiones que se relacionan
con este espectáculo es llamativo.
Hay, que sepamos, solamente dos obras específicas en nuestro idioma que
son críticas, curiosamente ninguna publicada en España. Una es La era del fútbol de Juan José Sebreli, que apareció en Argentina en 1998 y casi no tuvo
distribución aquí; otro El fútbol como ideología, del sociólogo alemán Gerhard
Vinnai, traducido y publicado por primera vez en México en 1974.
El libro de Sebreli es excelente. Hablaremos de él también.
Gerhard Vinnai, profesor de sociología en la Universidad de Bremen,
escribió su brevísimo libro a finales de los sesenta con una perspectiva muy de
su tiempo, es decir desde el marxismo-freudismo pasado por el estructuralismo.
Eso explica sus fortalezas y debilidades.
Para este autor el fútbol es un correlato del capitalismo. Surge no por casualidad en Inglaterra, cuando el desarrollo industrial hace posible reducir
las horas de trabajo. Para que los obreros puedan ocupar su nuevo tiempo de
ocio en actividades constrictivas y no se despeguen de la mentalidad fabril se configura este deporte jerárquico y monótono, con puestos especializados, y
una burocracia y normativa que nada tiene que envidiar a la del mundo laboral.
Por supuesto los empresarios que pasan a controlarlo no buscan otra cosa que el
lucro, y convierten a los jugadores en bienes de compra-venta con los que a
menudo especulan.
Seguramente Vinnai tiene razón en su genealogía. Pero en la actualidad
no vemos, al menos en España, que el fútbol sea tanto un negocio capitalista
como un instrumento de poder. Está claro que con mejores gestores el fútbol
patrio podría dar muchísimos más beneficios; ser en suma una fuente de rentas para la
hacienda pública mucho más abundante. Y sin embargo el gobierno prefiere perder
dinero y mantener las redes de control como están. Se sabe que los clubes
tienen deudas con el fisco que no les reclaman, y aun más, cuando regularmente
quiebran son rescatados con dinero público.
La paranoia del poder político
prima, una vez más, sobre los intereses económicos.
Además la politización hasta la náusea del fenómeno tampoco parece
propia del espíritu empresarial, sino de intereses estatales. El fútbol aquí se convirtió en un fenómeno de
masas con Manuel Fraga de ministro de información y turismo. Antes lo
popular era el toreo, pero tras una serie de estudios, él y otros gerifaltes
del régimen maniobraron cuando se dieron cuenta de que la tauromaquia carecía
de fuerza aborregante porque no creaba banderías claras identificables por
colores ni cánticos; no era por ello adecuada para despolitizar a las nuevas
masas industrializadas, y sobre todo era inservible como canalizador de las tensiones
regionales.
Como explica Duncan Shaw en su libro Fútbol y franquismo, hasta 1960
casi no se televisaron partidos en TVE porque la cadena pública no tenía medios
para hacerlo; en 1965, tras una fuerte inversión gubernamental, España era el
país europeo con más partidos semanales. Paralelamente la prensa deportiva y
escritores afines al régimen se dedicaron a crear en ese lustro el ambiente de
competencia territorial entre equipos que hoy conocemos, con el
Madrid-Barcelona como paradigma.
Así que el fútbol español actual es creación directa del franquismo, no
del neoliberalismo y de las corporaciones globales.
Además del marxismo, el otro enfoque de El fútbol como ideología es
psicoanalítico. Y esta parte ha aguantado mejor el paso del tiempo y es más
reconocible en nuestra circunstancia.
Es tan evidente que parece innecesario recordarlo, pero el fútbol es la
descarga de impulsos homosexuales reprimidos. Ante millones de espectadores
masculinísimos (Vinnai los llama “hombres-eh” siguiendo a T. Adorno), los
futbolistas se besan, se abrazan, se restriegan sudorosos la entrepierna con la
excusa del gol. En las calles un día de diario les rechazarían por ello, pero
en el estadio son replicados por los aficionados, que se besan, se abrazan y se
restriegan con sus amigos sin que luego les cueste un desvelo insultar a una
pareja gay que se les cruza en la vuelta a casa.
¿Qué clase de vida emocional tiene un hombre que se pasa el día gritando
histéricamente ante once jovenzuelos sudorosos en calzoncillos? ¿qué sexualidad
tiene un varón que ostenta masculinidad en un ambiente sin mujeres? ¿qué
identidad grupal enferma es ésa donde la homofobia cohesiona vínculos
homoeróticos?
El fútbol es un mundo sin contrapartes femeninas, porque las que han
conseguido entrar no son mujeres, son maniquíes. Sara Carbonero consiguió un
puesto tangencial porque es la fantasía andante de cualquier futbolero:
simplona, neumática y dócil. Pero sería inimaginable que una mujer
independiente tuviera su aceptación. Ana Pastor o Mercedes Milá, o sea mujeres
que responden, no tienen cabida en ese mundo. Les arruinarían la juerga a los
futboleros.
Vinnai lo explica muy bien, con referencias a Freud y citas de la
Escuela de Frankfort, pero básicamente su acertada tesis vincula el fútbol con
la represión sexual y la misoginia. Solo hay que mirar a las gradas un día de
partido para ver que tiene razón.
ADENDA
Ojalá el fútbol entonteciera al país y ojalá pensaran en el fútbol tres días antes y tres días después del partido. Así no pensarían en otras cosas más peligrosas.
Vicente Calderón
Es un tópico decir que los días en que hay partidos de fútbol importantes las calles se quedan desiertas. La verdad es que paseo por el centro mientras están retrasmitiendo la final de la Champions, y la capital rezuma viandantes que se mueven felizmente ignorantes de lo que 22 gañanes en calzoncillos hacen en las pantallas de televisión.
¿Es realmente tan popular el fútbol como nos dicen? Luis María Ansón asegura que el teatro tiene anualmente más espectadores presenciales que el fútbol; además las mediciones de audiencias televisivas hablan de un máximo de diez millones de televidentes en los súper partidos imprescindibles que se supone que no hay que perderse –lo que significa que más de tres cuartas partes de los ciudadanos pasan de verlos.
¿Es realmente tan popular el fútbol como nos dicen? Luis María Ansón asegura que el teatro tiene anualmente más espectadores presenciales que el fútbol; además las mediciones de audiencias televisivas hablan de un máximo de diez millones de televidentes en los súper partidos imprescindibles que se supone que no hay que perderse –lo que significa que más de tres cuartas partes de los ciudadanos pasan de verlos.
O sea, si no es tan importante socialmente como nos aseguran ¿es al menos rentable económicamente? La verdad es que no lo es, y la Liga en su conjunto ha sido reflotada varias veces con dinero público. Los equipos deben hoy a la Agencia Tributaria millones y millones de euros que no pagan por una especie de bula que tienen, ya que vivimos en un país en que una anciana puede ser desahuciada de su casa por no pagar cien euros, pero un club deficitario puede gastarse 500 millones en un fichaje.
Una vez que descartamos lo que supuestamente deberían de ser los sustentos de este tipo de fenómenos, el apoyo popular y la plusvalía, nos queda preguntarnos el porqué de toda esta maquinaria mediática que no nos deja ni a luz ni sombra, que nos atosiga con el deporte rey a cada momento de nuestra existencia.
La respuesta es que el fútbol es una ideología. Configura una sociedad determinada con todos los mensajes que manda directa o indirectamente. Está orientado a controlar a los sectores menos ilustrados de la población, a los que impone un modelo de masculinidad primaria (aunque últimamente un poco ambigua si nos fijamos en las cejas de Ronaldo); y luego les sugiere que enriquecerse depende más de la suerte y la picaresca que del trabajo esforzado. Los futbolistas son así paradigmas de la máxima culminación existencial que se tolera para los desheredados: convertirse por azar en un nuevo rico políticamente inofensivo que derrocha su dinero en horteradas (véanse los pendientes de Ronaldo).
Los pobres son los verdaderos aficionados, son los que lloran y son felices únicamente por las vicisitudes de su equipo. Y además son los únicos que realmente pagan por el fútbol, les cuesta sus ahorros. Los poderosos más bien pretenden que les afecta para sentirse parte de un supuesto pueblo, o directamente utilizan el deporte para medrar desde la indiferencia afectiva (como Florentino Pérez).
Y por supuesto que no todos los pobres son aficionados, y también los hay en las clases medias. Porque hay una variante psicológica que transversaliza el perfil del aficionado: la profunda mediocridad existencial. El aficionado es alguien con una vida sin brillo, con una individualidad débil, que necesita sentirse parte de algo superior. De ahí que hable en primera persona del plural, “vamos a ganar”, cuando él no va hacer absolutamente nada.
El fútbol se ceba con los menos afortunados económica e intelectualmente, es otra manera que tienen los de arriba de someternos. Por eso los que han nacido con más talento y ceros en la cuenta bancaria, cuando se ponen el plan populista a defender lo indefendible, se convierten en un ejemplo de abyección moral.
1 comentario:
una de las pocas ventajas de la educación de las chicas en mi época de segregacionismo, es que el fútbol no existía para nosotras y seguimos así.La otra es que nos consta que no todas somos buenas.
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