La
sociología no es una disciplina cuya lectura resulte especialmente
grata al profano. La mayoría de sus textos abundan en terminología
propia del gremio, así como en un enfoque farragoso y estadístico. Pocos
de sus autores consiguen traspasar los límites de la academia, aunque
los que lo hacen son celebrados por el lector generalista. George
Simmel, Gilles Lipovetsky o más recientemente Zygmunt Bauman son ejemplos de sociólogos que saben escribir bien y que gozan de cierta estimación popular.
Otro
de los problemas, creemos, que entorpece la difusión de la sociología, y
que tal vez es inherente a ella por sus orígenes marxistas, es su
impugnación sistemática de la sociedad en la que vivimos:
paradójicamente muchos sociólogos parecen detestar a nuestra sociedad, y
tal vez por un síndrome de autoimportancia, se dedican a anatemizarla y
profetizar su derrumbe. Pero los agoreros acaban resultando cansinos,
sobre todo cuando nada de lo que auguran que va a pasar sucede
realmente. Para muchos sociólogos la colectividad es una cárcel y el
capitalismo el infierno en la tierra; aunque la verdad es que todos
seguimos adelante como podemos, nos queremos tanto como nos dejamos, y
en el horizonte tenemos esperanza y destellos de felicidad. Para mejorar
agradeceríamos que nos explicaran cómo es el mundo, no cómo de
resentido está el ánimo del que nos lo describe.
O
sea, que Kim Kardashian tenga millones de seguidores en redes no habla a
favor de las inquietudes intelectuales de los habitantes del globo,
pero tampoco es como para desear el reinado de Isis sobre nuestras
metrópolis.
Iñaki Domínguez (Barcelona, 1981) es un doctor en Antropología que acaba de publicar su primer libro, Sociología del moderneo.
Desde aquí le agradecemos dos cosas: la primera, que aun siendo un ensayo
sociológico se lee con gusto. La segunda es que nos ahorra los
apocalipsis y superioridades morales al describir el fenómeno hipster en
Madrid; algo que podría haber dado para muchos más alegatos y
descalificaciones es tratado con humor y templaza, sin que le reste
enjundia.
El
estilo con el que está escrito es lo que podría llamarse “sociología
narrativa”, ya que busca razonar, o “biografíar” si se quiere, la vida
social en un lugar y momento determinado. Domínguez sin embargo dice que
su metodología es la de Keyser Söze, aquél villano genial de la película Sospechosos habituales
que iba improvisando su narración sobre la marcha. Es cierto que no
parece que haya mucha vocación sistemática en el libro, pero quizá por
ello fluye con tanta agilidad. Nos arroja ideas como hacía el personaje
interpretado por Kevin Spacey, que unas veces se integran en el discurso
principal, otras quedan como cabos sueltos, pero al final todo tiene un
sentido.
En
cuanto al tema del libro, el “moderneo” en general y en Madrid en
particular, es absorbente y además no está muy tratado en la
bibliografía patria. Parece más propio de los Estudios Culturales, pero
esta especialidad no se ha desarrollado mucho aquí, lo que es una pena,
porque pocos países del mundo darían tanto juego en este terreno como el
nuestro.
En
España todo empezó en la contracultura clandestina de los años sesenta,
para luego convertirse en una referencia hegemónica en los setenta. Los
primeros modernos querían distanciarse de su circunstancia, como Pau
Malvido, pero luego ser moderno se convirtió en un imperativo. Hoy
consiste en ser hipster,
que básicamente es la exhibición de ciertos rasgos físicos y objetos de
consumo. Un parecer antes que un ser, con sus lugares santos, sus ritos
y tabúes. La historia del barrio de Malasaña en Madrid o del ahora
desaparecido Mercado de Fuencarral, aquí descritos, resultan muy
vívidos. También es interesante el perfil que traza del moderno
capitalino, que suele venir de provincias e intenta integrarse adoptando las características de esta subcultura. El capítulo sobre los dogmas del “moderneo”, como el “placer dogmático” -”voy a divertirme aunque no me esté divirtiendo”- resulta especialmente agudo.
Se
trata, en suma, de un fenómeno global con ciertas características
locales que deriva de la sociedad postindustrial y de consumo. Aunque su
verdadero origen es algo tan atemporal como la necesidad de
reconocimiento y aceptación por nuestros pares. Nada grave, ni nada
especialmente elevado. Pero como parece que se musita entre las páginas
de Sociología del moderneo, un
tipo con barba y camisa de leñador no es tal vez el especímen humano
más óptimo, pero tampoco hace daño a nadie y solo busca que le den un
abrazo. Así que hablemos de él y su tiempo sin flagelaciones ni
pontificaciones, dejemos las condenas y espumarajos para quien los
amerite.
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