"Aquellos
que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo". La
celebérrima sentencia de George Santayana encabeza la contraportada de la
edición española del Elogio del olvido de David Rieff. No podría estar mejor elegida. En principio
parece una idea indiscutible, sensata y humanista: hay que recordar las
barbaridades de nuestros antecesores para no volver a cometerlas. Por supuesto,
bien pensado, también porta un reverso siniestro, ya que los recuerdos
colectivos no existen, son constructos sociales. Personalmente recordamos más o
menos verazmente; desde un punto de vista histórico "recordamos" lo
que los señores con dinero y pistolas quieren que tengamos por nuestro pasado.
La memoria es por definición subjetiva y personal, hacerla colectiva es una
narrativa de poder interesada.
O dicho de otra manera: si no lo hemos sufrido en nuestra carne es que nos lo han contado y por lo tanto hay que sospechar. Si no lo hemos vivido tenemos estar precavidos, el pasado puede ser una mentira interesada.
El libro de Rieff
se desarrolla con bastante tino y valentía. Sus tesis no son cómodas para unas
sociedades acostumbradas a que les reescriban la historia a gusto del cotarro
de turno. Por supuesto se puede leer en clave española aunque nuestro país solo
ocupe un par de páginas, pero queda claro que la usurpación de la historia por
los políticos es un tema global.
El autor es
estadounidense, pero ha vivido en Irlanda y Australia, además de conocer bien
otras latitudes. Se agradece que ejemplifique sus postulados con referencias a
varios países. Desmitifica, entre otros, las narraciones de la Guerra Civil
norteamericana, el mito fundacional de Australia y, sorprendentemente, toca dos
casos bastante intocables: el republicanismo irlandés -la madre de todas las
ficciones nacionalistas del siglo XX- y el genocidio judío.
Del primero
explica que es una patraña que se inventaron los católicos a posteriori, y cita
mucho a Declan Kilberd y Conor Cruise O´Brien, que son dos historiadores
irlandeses no muy conocidos aquí pero que sería recomendable leer para entender
los nacionalismos europeos irredentos en general. Los rebeldes católicos
violentos erigieron su desastre militar del alzamiento de Pascua de 1916 como
drama sacro, que es la antítesis de la democracia, ya que al invocar lo sagrado
y la sangre de los mártires y todos esos lirismos imposibilita por principio la
concordia con el adversario. La idea de una Inglaterra opresora es un injerto
en la sociedad irlandesa de después del inicio del conflicto, hasta entonces la
mayoría de los irlandeses no compartían ese imaginario.
Y sobre la Shoá se atreve a decir algo que probablemente está en la cabeza de muchos pero nadie se atreve a mencionar: los innúmeros memoriales, museos y actos en recuerdo de los seis millones de víctimas se están deslizando peligrosamente hacia el terreno del kitsch, ya que "la gente usa el hecho de conmoverse como motivo para sentirse superior". Hace tiempo que se ha dejado atrás el imperativo moral de recordar a los muertos. Se manipula el horror con unos fines determinados y se crean narraciones redentoras, pero eso no es ni historia ni conmemoración, ni siquiera un aviso a las generaciones futuras.
David Rieff se
encuadra claramente en la escuela modernista, que es en la que se mueven los
historiadores que creen, resumiendo en un brochazo, que las naciones
son meras narraciones de invención reciente, y que toda historia nacional o
tradición es una patraña. Estos historiadores, cuyo gerifalte sería Eric
Hobsbawm, se suelen centrar en analizar los grandes relatos. Rieff aquí se
refiere a la recepción de los mismos, sobre todo desde aquello que se ha
llamado la "memoria histórica", que es por cierto un oxímoron
tremebundo, como bien explica Gustavo Bueno.
El olvido al que
se refiere es el colectivo, las supuestas memorias de los pueblos, que no son
más que artificios legitimadores del poder. Hay que olvidarse de mitos,
y no vivir obsesionado con matar cadáveres, que es lo que se nos pide a diario
desde los medios de comunicación.
“Quien no conoce el pasado está condenado a repetirlo, pero quien solo conoce el pasado no podrá ni siquiera repetirlo” que dice Ernesto Castro enmendando a Santayana. Menos regurgitar un pasado mascado por otros y más centrarnos en el presente (y en el futuro).
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