En la sección de novedades de cualquier librería decente del país encontramos en estos días Culpables por la literatura. Imaginación y contracultura en la transición española (1968-1986),
que es un libro que pronto creará escuela y que será citado en lo
sucesivo hasta el hartazgo por académicos y cronistas. Su autor es
Germán Labrador Méndez, un profesor español que ejerce en la Universidad
de Princeton.
Se trata de una intrahistoria de los años de la
Transición centrada en los movimientos político-artísticos contestatarios y
tocanarices. La bibliografía, referencias, datos y nombres que aporta
es apabullante; da para escribir docenas de estudios que desarrollen sus
distintos capítulos.
Parece la versión ácrata y lisérgica de la Historia de los heterodoxos españoles
de Menéndez Pelayo. Se lee con pasión. Está bien escrito, cautiva, y
finalmente nos deja preguntándonos si un país que engendra hijos de un
talento y lucidez como los que mueren en estas páginas no merece otra
oportunidad.
Se divide en tres partes. La primera es una
exposición de ideas generales y una reflexión sobre aquella época. La
segunda se centra en el tardofranquismo y los albores constitucionales.
La tercera ya se adentra en el felipismo. En las tres se suceden los
poetas malditos, los poetas triunfantes, la heroína, las cárceles, las
subvenciones, mucho sufrimiento, un poco de gloria y bastantes derrotas.
Una idea que callejea por todo el texto es la de la "generación bífida".
Labrador
nos explica que el término lo acuñó Eduardo Haro Tecglen. Como es
sabido este célebre periodista perdió a varios de sus hijos en el erial
de drogadicción, Sida y locura que desoló aquellos años. Ante el dolor por
la pérdida de uno de ellos, Eduardo Haro Ibars, paradigma de escritor
maldito, escribió en El País un artículo titulado "La generación
bífida" que principiaba así: "La punta de la generación de quienes están
por los cuarenta años se bifurca. Unos llegan al poder, otros a la
muerte".
El autor hace suya esta dicotomía. Una de sus tesis es
que entre los jóvenes de talento de los años setenta la mayoría
sobrevivieron, pero los mejores se inmolaron. Él los llama los
"adoradores del volcán" por el culto a la novela de Malcom Lowry;
realmente eran suicidas a plazos "virtualmente comprometidos con la
destrucción ritual de ese franquismo cotidiano en sus propias vidas, y
en sus propios cuerpos".
La argumentación conmueve. Pero bien
pensado no hay por qué estar conforme; además discrepar es una forma de
tributo a este magnífico libro.
Labrador ejemplariza la "bifidez",
entre muchos otros casos, con Joaquín Sabina y Chicho Sánchez Ferlosio,
cantautores coetáneos y de biografías paralelas. El primero es
mundialmente famoso, rico y sale por la televisión; no le resta mérito
como cantautor, pero es condescendiente con él, porque al fin y al cabo
no acabó en una cuneta. Chicho, en cambio, eligió la marginalidad y
morirse pobre y mueco.
Es cierto que Chicho resulta mucho más interesante. La película de Trueba sobre él, Mientras el cuerpo aguante,
es formidable y retrata a un tipo que da la sensación de que hubiera
sido genial haber conocido. Sabina pues como que no; pero vamos, que es
amigo de sus amigos, cuida a sus hijas y deleita al personal con
canciones muy bien hechas.
Así que ¿realmente sirve políticamente
de algo destruirse? ¿perturbaba en algo al Régimen que los mejores
cerebros de la época se estrellaran contra manicomios y sobredosis? Y
sobre todo ¿por qué sentimos que le debemos algo a los muertos? ¿en qué
nos superan los que optan por darse de baja?
Por supuesto no hay respuestas. Pero es un tema que se puede plantear a raíz de la lectura de Culpables por la literatura.
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