22.5.22

Ongs y sociedad civil

Desde los años noventa, se han venido creando miles y miles de Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) que presentan una serie de características muy definidas. Paradójicamente, dos de estas características, tal vez las más importantes, se reflejan en lo equívoco del nombre, que no podría ser más desacertado.

Así, el término "organizaciones" resulta erróneo en muchos casos. Gran parte de ellas no son organizaciones en el sentido estricto, ya que ello implicaría una coordinación compleja entre un mínimo de personas autónomas con opiniones divergentes. Pero ¡hay muchas ONGs que son unipersonales! Todos las hemos visto: en reuniones o conferencias, se presenta un fulano o fulana proclamando que él o ella es una ONG. Puede incluso que tenga donantes, tal vez algún voluntario, pero la "organización" es solo suya.

Otras ONGs pueden llegar a contar con media docena de voluntarios o trabajadores, e incluso muchos más, pero tampoco constituyen organizaciones en el sentido moderno, ya que esto supondría cierto grado de profesionalización. Sería más acertado hablar de "comunidades", donde todos se conocen, se consideran insustituibles, se aman u odian, y las funciones internas son intercambiables porque priman los afectos y la veteranía sobre las capacidades reales. Este tipo de grupos suelen tener un líder que lleva décadas en el cargo, al que nadie le tose y todos adoran. Por supuesto, el crecimiento como colectivo está gustosamente estancado: si ampliaran los objetivos, el equilibrio interno se tambalearía. Sería algo dramático, por lo que nadie quiere cambios, aunque estén nadando en fango. Estas comunidades funcionan por inercias y costumbres, su rentabilidad o utilidad social es mínima, pero dan sentido a la vida de sus miembros y permiten que algún insustancial se sienta importantísimo al mandar sobre sus pocos acólitos.

(Hay un tercer grupo, claro, que sí merece llamarse organización. Las grandes ONGs, por lo general, lo son. Si alguien se va, se le reemplaza, y si no cumple con las expectativas, se cambia a quien haga falta. La organización en sí, su filosofía o incluso su logotipo son más importantes que cualquiera de sus miembros. Greenpeace o Amnistía Internacional seguirían existiendo aunque se renovara totalmente su personal, por ejemplo).

En cuanto a la segunda parte del término, "no gubernamental", parece casi una broma. De hecho, la mayoría de las ONGs son gubernamentales, es decir, financiadas por el Estado, lo que no solo contradice el posicionamiento "crítico" que a menudo exhiben, sino que convierte el término en un oxímoron. El poder político mediatiza todos y cada uno de sus movimientos y, sobre todo, evita así que surja una verdadera sociedad civil que ejerza de contrapeso. Porque hay que decirlo claramente: las ONGs no solo no representan a una sociedad civil vertebrada, sino que, al estar subvencionadas, garantizan que esta nunca exista.

Tal vez el origen de esta problemática radique en un error conceptual muy extendido en España: identificar lo estatal con lo público, es decir, con lo bueno, y lo privado con todo lo demás, es decir, con lo malo. Pero lo estatal es lo estatal, es decir, del Estado, de los políticos y funcionarios. En cambio, lo público es lo que no es estatal, lo que es de todos: iniciativas ciudadanas, empresas, asociaciones, fundaciones, iglesias, etc.; todo aquello donde no necesariamente hay políticos metiendo las narices. Una asociación ecologista fundada con el dinero de una parroquia o una tienda de frutos secos no es una iniciativa privada, sino la quintaesencia de la iniciativa pública, de gente de a pie. Pero si se crea con dinero de un ayuntamiento o ministerio, es una asociación estatal, no pública. Llamemos a las cosas por su nombre: hemos caído en la trampa semántica de los políticos, que además nos hacen ver todo lo que no sea dinero estatal como sospechoso e intrínsecamente perverso.

(Por supuesto, hay excepciones. Hay ONGs que no existen gracias a las limosnas gubernamentales y se sostienen con dinero público en el sentido real de la palabra: el que voluntariamente les donan personas o entidades independientes).

Más allá de la etimología, otra cuestión sangrante que hemos mencionado solo de pasada es la cantidad abrumadora de ONGs. ¿Para qué tantas? O dicho de otro modo: ¿por qué no se fusionan las que ya existen?

No es fácil encontrar datos exactos sobre las organizaciones registradas, debido al caos administrativo, pero seguramente son miles. ¿Qué servicio prestan tantas? ¿Realmente hacen falta más de diez ONGs en todo el país? Solo diez, pero potentes, democráticas y útiles, capaces de influir o de hacer retroceder al emporio político-económico cuando se inmiscuyen donde no deben. Solo con lo que se ahorrarían en gastos de oficina merecería la pena pensarlo. Serían dinámicas y sin miedo a crecer; voceros de la sociedad civil, no como ahora, que son grupúsculos áfonos. Servirían, además, para involucrar a más ciudadanos en la toma de decisiones colectivas. Diez únicas ONGs, plurales, transversales y libres, serían el 15M en acto. Podrían tener líderes reconocidos, llegar al millón de afiliados y movilizar a cientos de miles de personas en pocas horas. Por ahora, son solo como aquel chiste de La vida de Brian sobre el Frente Popular de Judea y sus disidentes.

En el ámbito sanitario, por ejemplo, hay cientos. ¿Es imprescindible que Médicos sin Fronteras, Medicus Mundi y Médicos del Mundo sean organizaciones distintas? Los interesados en seguir así argumentarán que tienen filosofías diferentes, que actúan en campos distintos, pero ¿por qué no se unifican y mantienen departamentos coordinados? Si lo hicieran, podrían incluso permitirse tener un campus con buena tecnología, medios e incluso un hospital propio para refugiados. O un programa de radio para concienciar e informar. O cualquier cosa que se propusieran.

Sin embargo, todo parece indicar que en el status quo cohabitan dos factores: uno, el "divide y vencerás"; y otro, los egos mal gestionados. Por supuesto, hay interés político en que las ONGs sean muchas y débiles en lugar de pocas y fuertes. Además, en este sector hay gente que no es especialmente brillante, pero que necesita sentirse el rey del mambo. Prefieren mantenerse en ligas regionales en lugar de jugar la Champions, porque allí no sabrían qué hacer y los barrerían. Saben que protestando con la mano mendicante se vive mejor que tomando decisiones y siendo políticamente determinantes.

Por otro lado, la sobreabundancia de estos grupos en los mismos ámbitos sociales afecta su funcionalidad: se pisan terrenos o no llegan a donde deberían por competir entre ellos. Tratándose de cuestiones tan graves como la lucha contra la exclusión, esto resulta moralmente repugnante.

Un ejemplo: en Madrid, hay infinidad de ONGs, asociaciones y parroquias que intentan mitigar el drama del sinhogarismo. Los resultados distan mucho de ser buenos. Son grupúsculos de poco peso, descoordinados, que dejan áreas geográficas y capas enteras de población sin cubrir. Solo el Samur Social –o sea, la CAM, o sea, el Estado– tiene realmente capacidad para lidiar con el problema.

Las ONGs deberían exigirles a sus propios integrantes que cumplan con su función: ser sociedad civil. Y para ello necesitan un cambio radical. Si no lo hacen, que se disuelvan. Y si no se disuelven, al menos que no sigan funcionando con nuestro dinero.


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