Slavoy
Zizek (Liubliana, 1949) es un filósofo carismático. Su particular forma de
exponer sus teorías, a veces con chistes o basándose en películas, le ha ayudado
a llegar a audiencias más amplias de lo que se espera de un autor de cierta
complejidad. Sin embargo le ha cerrado también las puertas de las salas vips de
la intelectualidad europea. Le leen gentes más o menos cultas, pero citarle no
unge especialmente en el selecto mundo de la alta filosofía.
El personaje que representa en los medios de comunicación parece corresponderse con su obra escrita. En las conferencias que imparte se presenta como un torbellino verboso que no parece callarse ni para reponer aliento. Como autor es de una prolijidad fluvial; ha publicado más de cincuenta libros y cada poco tiempo hay algo nuevo de él en las librerías. Aunque sus textos presentan distintos niveles de dificultad, por lo general sus argumentaciones son caóticas y repetitivas; no es fácil seguirle el hilo, comprender su sistema. Aunque, afortunadamente, el filósofo abunda en los ejemplos y opiniones epatantes que agilizan la lectura y la hacen, hasta cierto punto, entretenida.
A este respecto Antón Ferndández, en su Slavoj Zizek, una introducción, explica que hay un “núcleo de ilegibilidad” de la obra del filósofo esloveno. Sus ideas están dispersas en sus libros, se contradicen, y hay que estar continuamente remitiéndose a otros textos suyos, hilar como podamos sus argumentaciones. No es fácil decir de qué habla Zizek.
Resumiendo,
diríamos que se trata de un filósofo marxista, muy influido por el idealismo
alemán y por el psicoanálisis lacaniano, para el que el mayor enemigo de la
izquierda ha sido la postmodernidad y las luchas identitarias de las últimas
décadas, ejemplificadas en aquél “lo personal es político” del feminismo. Para Zizek hay un capitalismo explotador al
que hay que resistir desde una nueva conciencia de clase, no desde grupos
étnicos, de género u orientación sexual, que no hacen más que seguirle el juego
a la multiplicación de identidades de la sociedad postindustrial.
Con
estos principios son con los que reivindica volver a Lenin, o incluso a Stalin,
mitad provocando, mitad en serio; anhelando como hicieran ellos crear un
pensamiento fuerte y colectivo que haga frente a la totalidad del poder
económico global, y que no se limite a negociar pequeñas concesiones.
En
nuestro idioma ha tenido bastante fortuna editorial y es fácil encontrar sus
libros. La mayoría aparecen en la editorial Akal. Allí, en su celebérrima
colección roja, se encuentran los grandes trabajos teóricos zizekianos, como Repetir
Lenin o Menos que nada, entre otros. Y también en esta editorial,
pero en la edición de bolsillo que reservan para textos más circunstanciales o
con menos vocación de permanecer, se hallan otros de menos densidad filosófica,
como El año en que soñamos peligrosamente o este Pedir lo imposible,
que ahora nos ocupa.
Publicado
en su primera edición inglesa en el 2013, y en español un año después, se trata
de un libro que recoge las respuestas de Zizek a preguntas que le hicieron unos
estudiantes en Corea del Sur. Los capítulos son breves y directos; empiezan con
la pregunta que le hacen y siguen dos o tres páginas de respuesta. El contexto
histórico está muy presente, sobre todo las rebeliones en Egipto y los
populismos latinoamericanos. Corea del Norte también tiene su espacio pero no
le ve mucho futuro. Zizek no defrauda en
su uso de chistes y en su polémica con el izquierdismo biempensante europeo. Se
emparenta con Badiou y Agamben, y polemiza con Negri; extrañamente nos ahorra
su habitual jerigonza lacaniana. No es un libro que sorprenderá o aportará nada
a los lectores habituales del filósofo, pero sí es una buena manera de entrar
en su obra, una primera toma de contacto recomendable. Las ideas que expone
están en otros libros, aquí no dispara ninguna bala nueva, pero está bien
contado todo.
Hay una anécdota que ilustra muy bien, por ejemplo, su visión de la religiosidad. Zizek pertenece al minoritario sector de la intelectualidad marxista que no se deja llevar por el anticlericalismo simplón. Entiende que los pueblos son religiosos, que nunca ha habido sociedad sin religión, y que las declamaciones anticristianas solo sirven para enajenarse el apoyo de las mayorías; es un pensador que desde el ateísmo entiende que hay que cohabitar con las creencias religiosas. Aquí cuenta que en Nueva York, en una performance que imaginamos muy hípster, un artista echó un crucifijo a un urinario. Zizek, lejos de aplaudir la provocación, le afeó el supuesto gesto subversivo al artista. Para él hay que posicionarse con la mayoría moral, no convertirse en una pandilla de heterodoxos sistemáticamente enfrentados con todo el mundo. Hay una diferencia entre el bien y el mal, y es pueril y contraproducente pretender posicionarse todavía hoy en un infantil y nietzscheniano más allá de las categorías morales, en una subjetividad dueña de su propia moral (o amoralidad).
También
es muy interesante su rechazo del populismo latinoamericano. A Chávez lo tacha
de loco directamente, y sin citarlo polemiza con Ernesto Laclau. Su
enfrentamiento, por cierto, con el pensador argentino, con el que al principio
se consideraba afín, está muy bien relatado en Revoluciones sin sujeto
de Santiago Castro Gómez, también en Akal.
Zizek
rechaza el indigenismo en Pedir lo imposible por ser una forma
identitaria de las que tanto abomina. Le parece que en general las estrategias
de autoorganización fomentadas desde el Estado derivan en una forma de
violencia populista, como en Venezuela. Se hace eco también de la teoría de que
el chavismo fue indulgente con la violencia criminal para librarse de la
refractaria clase media nacional, forzada a emigrar para salvaguardar su propia
seguridad. Para Zizek, hasta Lenin entendió que hacía falta una clase media
ilustrada, y la desaparición de ésta en el país sudamericano le parece un
drama; no ve un futuro a la revolución bolivariana sin contar con gentes
preparadas académicamente. Frente al modelo chavista, el filósofo simpatiza con
Lula en Brasil, que le parece mucho más inteligente ya que logró grandes
avances sin necesidad de crispar a importantes sectores de su propia población
o a mandatarios de otros países.
Sin
embargo no quiere profetizar nada, no cree en los milagros políticos, no sabe
muy bien qué programa plantear para la resistencia. Su pensamiento, como es
sabido, está muy influido por la teoría del acontecimiento de su amigo Badiou.
Un concepto heideggeriano, como casi todos los que se enuncian hoy en Francia,
que propone la llegada de un cambio radical en el horizonte existencial. No se
sabe muy bien cómo llegará y qué características tendrá. Solo nos queda
esperar. La fatalidad mesiánica en el planteamiento es evidente (como bien vio
Donoso Cortés, no hay manera de despegarse de la religión cuando hablamos de
política). Para Badiou no hay mucho que hacer a la espera del acontecimiento,
que viene de la exterioridad; Zizek es más optimista y cree que mientras
esperamos al menos tenemos libertad de no ser cómplices de las narrativas de
poder vigentes.
Al
menos somos libres para querernos y cuidarnos los unos a los otros, y además
vivir todo lo que podamos al margen del poder, con dignidad y coherencia. Hasta
que vengan tiempos mejores.
Éste
es el mensaje que subyace en Pedir lo imposible.
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