Es sabido que Sócrates filosofaba desde la ciudad-estado. Él y su
discípulo Platón, así como el resto de sus coetáneos, veían al hombre
como un ser social cuyo horizonte era la comunidad en la que habitaban.
El sentido de la vida era el compromiso cívico. Sócrates de hecho eligió
la cicuta antes que el destierro porque para él marcharse era una forma
de desgarro peor que la muerte.
Por ello cuando Alejandro Magno conquistó Atenas los filósofos cayeron en la desesperación: ya no había polis a la que servir, ya no eran ciudadanos libres sino súbditos de un rey. Surgió entonces la llamada cultura helenística,
que se extendió por casi todo el arco mediterráneo y al traspasarse al
Imperio Romano perduró varios siglos hasta la llegada del cristianismo. La
filosofía dejó de ser teoría política enraizada en un lugar y pasó a
ser un proyecto de salvaguarda individual para tiempos de crisis y
desasosiego.
El pensamiento helenístico se dividió en varias escuelas, siendo las principales la cínica, la estoica, la escéptica y la epicúrea.
A diferencia de la obra platónica, que hoy estudiamos como magníficos
ensayos filosófico-políticos, a los pensadores helénicos los leemos
como tratadistas que hablan desde las entrañas y nos dan recetas para
lidiar mejor con el mundo. Lo que cuentan apela a nuestra intimidad y a
formas de comportarnos, no a nuestra condición ciudadana. De hecho
todavía hoy nos identificamos con alguna de estas corrientes, o con
todas según el momento vital en que nos encontremos.
(Analizaremos en otro momento por qué un autor como Platón, volcado hacia la acción política, nos resulta hoy en día menos próximo que los pensadores helénicos, más acostumbrados a no interferir en la cosa pública y más orientados hacia la bienandanza doméstica.)
Una buena puerta de entrada para profanos en este cosmos intelectual es Helenismo de Jesús Mosterín.
Se trata de una entrega más de su “Historia del pensamiento”, y como
todas ellas está en bolsillo en Alianza a buen precio y disponibilidad.
La bibliografía que presenta es óptima para quien quiera seguir
adentrándose en el tema. Un defecto que tiene es que como siempre en
este autor la prosa es un poco anémica, como de informe académico, lo
que resta empuje pero sin embargo no interés.
Mosterín empieza con una necesaria contextualización histórica. Luego dedica unas páginas a los cínicos,
a los que no les da mucha credibilidad. Las anécdotas que nos dejaron
son empero célebres y regocijantes, con aquel Diógenes enloquecido que
dormía en un barril y buscaba “hombres” por la ciudad, comiendo
desperdicios, haciendo honor a la etimología perruna de su escuela
(cínico, kýon, viene de perro). Renegaban de todo
intelectualismo y predicaban la pobreza y vivir según la Naturaleza,
practicaban el amor libre y rechazaban las clases sociales. Eran lo que
hoy se podrían llamar contraculturales, y como tales sobrevivieron
durante ocho siglos, teniendo cierta audiencia entre los pobres y
dejando cierta impronta en el cristianismo, al menos en lo relativo a
vivir solo con lo básico.
El contrapunto de la escuela cínica suele considerarse que son los estoicos, a los que Mosterín dedica un capítulo entero. Estos sí fueron siempre mayoritarios y prevalecieron como la escuela hegemónica durante el Imperio Romano. El más grande de todos ellos fue Crisipo, que trabajó mucho la lógica, pero la mayor parte de su obra se ha perdido. Los estoicos fueron religiosos y daban gran importancia a la ética. Creían que había que vivir con autenticidad, siguiendo a la razón y a la naturaleza, pero sin perder la lealtad a uno mismo.
Los postmodernos de la época eran los llamados escépticos.
Los más célebres de esa escuela fueron Pirrón de Elis y Timón. Ambos
creían que solo podemos conocer las apariencias de las cosas, que la
realidad se nos escapa entre sus representaciones, por ello es absurdo
tener convicciones fuertes; lo mejor es dejar atrás cualquier relato
dogmático.
Y la escuela que más parece convencer a Mosterín es la epicúrea,
ya que le dedica el mayor espacio y detenimiento. Epicúreo fue un
pensador que decidió liderar una especie de comuna en el jardín de su
casa -y de ahí que lo de “jardín” como sinónimo de centro de estudios-.
Se desvincularon de la sociedad, aceptaron a mujeres y cultivaron el
amor y la amistad. Han quedado como paradigmáticos de la búsqueda del
placer, pero lo cierto es que eran un poco más restrictivos de lo que
pensamos. Tenían una visión poco ambiciosa del placer, que más bien
veían como la ausencia de dolor. Hicieron grandes indagaciones en temas
científicos, que reseñados hoy sorprenden por su actualidad.
En tiempos de libros de autoayuda y divanes lo mejor sería tratar de volver a estos clásicos.
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