Leo La Era Rock (1953-2003) de Jordi Sierra i Fabra.
El libro tiene algo de manual definitivo que se agradece. Curioso y
útil para conocer las historias de todos los figurantes a los que las
masas han tributado adoración en los últimos cincuenta años, no
consigue empero que el profano consiga entender cómo una música tan
estandarizada y mediocre pueda todavía hoy conmover a nadie. Es
más, contraviniendo el afán laudatorio con que está escrito, cuando se
termina su lectura nos embarga cierto sentimiento spengleriano, pero no
ya de decadencia de Occidente, sino de cataclismo inminente: una
civilización que venera a cenutrios como Mick Jagger está condenada a la
extinción.
Tuvo su gracia al principio, suponemos, esto del rock,
con su osadía decibélica y la mezcla de estilos; pero medio siglo con
la misma matraca es demasiado tiempo. Es un género agotado e inerte, producido en serie y con un mensaje de rebeldía sencillamente pueril.
Además,
trasladado fuera de los países anglosajones no es más que un pegote
aséptico, incapaz de transformar nada puesto que nadie lo entiende. Un
ejemplo más de imperialismo cultural, pero a diferencia de otros campos,
aquí adquiere una dimensión grotesca: esperemos que algún día alguien
consiga descifrar cómo es posible que en un país como el nuestro
donde nadie sabe ni pedir la hora en inglés se considere normal eso de
decir que David Bowie es un referente generacional o que Los Beatles son
cultura popular. Se supone que la música es parte fundamental
de la educación sentimental de las personas y los pueblos; que la manera
que hayamos aprendido a explicitar nuestros sentimientos sea algo así
como guachu guachu bor in de yu e sei, guachu guachu can lif güiz aut yu
guachu guachu … da medida del grado de madurez psicológica de nuestra
sociedad.
(Y desde luego lo absurdas que son las letras es capítulo aparte; casi mejor no entender esos mensajes histéricos de amor,
de no puedo vivir sin ti o no me dejes y demás, que si alguien las
dijera en la vida real haría que el aludido o aludida llamara a la
policía para denunciar el acoso de un perturbado.)
Por supuesto la hegemonía del rock no es casualidad. Es su magnífico libro El ruido eterno Alex
Ross recorre musicalmente todo el siglo XX analizando cómo las
estructuras sociopolíticas determinan qué se escucha en la superficie:
desde las vanguardias hasta el último "hit" del verano, no hay en la
música nada atemporal ni ajeno al contexto. La música no es inocente;
nunca lo es. Los acordes, la tonalidad, las voces,...todo en la música
responde a una intencionalidad. En el caso de las pieza totalitarias a
lo Carl Orff está claro. En otros casos, como esa oda a la banalidad
llamada rock, no es tan evidente o no queremos verlo, pero está ahí. Con
sus acordes simplones, menos complejos que cualquier balada medieval,
los temas que nos fuerzan a oír en el metro o en la calle han sido
fabricados por máquinas y tienen como finalidad nuestra comunión con el
mundo postindustrial, una satisfacción inmediata para que no veamos lo alienadas que están nuestras vidas.
Desde
el principio el rock surgió para los jóvenes solventes de las
sociedades postindustriales. O sea, siempre fue negocio y como tal
sobrevive. Surgirán más bandas y se seguirá escuchando muchos años más,
pero su validez y consistencia artística, si alguna vez la tuvo, está
extinta. Es hora de transmutarlo o finiquitarlo, y buscar otros medios de expresión genuinos e innovadores.
El rock es una costra que impide que haya otras formas artísticas,
incluso en el terreno musical. Por una cuestión de salubridad
generacional debería arrojarse al baúl de los recuerdos.
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