Nadie pone en duda que Julián Marías (1914-2005) es uno de los filósofos españoles más importantes del siglo XX. Sin embargo, la mayoría de su obra está descatalogada, obligándonos a rebuscar en librerías de viejo para encontrar sus siempre sugestivos libros. La justicia social y otras justicias se publicó originalmente en 1974, tuvo una reedición a principios de los ochenta y luego se perdió en el limbo de los descatalogados. Casi podría considerarse un honor, si tenemos en cuenta las maravillas de libros que allí descansan mientras otros, pésimos, se reeditan con sádica regularidad.
Esta breve colección de ensayos autónomos aborda algunas de sus obsesiones temáticas de siempre—las generaciones, Iberoamérica, la manipulación política…—, todos, por supuesto, interesantísimos. Pero el que más destaca es un texto de apenas veinte páginas titulado Sobre la justicia social.
Se trata de un ataque frontal a toda forma de poder estatal que se legitima como garante de los derechos de los menos favorecidos en lo económico. Que pudiera publicarse sin problemas en su momento, con Franco aún en el poder, demuestra que la sociedad española se estaba transformando con rapidez. No hay que olvidar que la justicia social era uno de los pilares ideológicos del Movimiento Nacional, junto con la Patria y la Paz.
Para Marías, la justicia social es un argumento constitutivo de la vida española: ninguna persona u opción política puede permitirse repudiarla. Por ello, es crucial definir bien el término. Al filósofo le inquietan ambas palabras del concepto. “Justicia”, porque depende más de las circunstancias concretas que de cualquier abstracción universal y atemporal. “Social”, porque suele reducirse exclusivamente a lo económico cuando, en realidad, abarca mucho más: se relaciona con la libre posibilidad de desarrollar las potencialidades individuales dentro de una época histórica determinada.
Desde su perspectiva, la justicia social es el mantra con el que los políticos justifican su intervención en problemas que, de hecho, han creado ellos mismos. Son ellos quienes perpetúan la verdadera injusticia: la “eliminación de proyectos”. Es decir, condenar a las personas nacidas en ciertos países a depender irremediablemente del asistencialismo estatal, limitando así sus posibilidades existenciales.
Este atropello se comete de dos formas principales: la económica y la cultural.
En lo económico, Marías insiste en que, desde el siglo XX, la economía ha entrado en lo que Kant llamaba “el seguro camino de la ciencia”. Sabemos cómo hacer que una economía funcione: hay múltiples países que sirven de ejemplo. Otra cosa es que no interese aplicarlo. Existen miles de trabas burocráticas y hasta policiales que lastran el desarrollo económico, no por incompetencia, sino porque a las oligarquías estatales no les conviene. Saben que la prosperidad engendra una sociedad dinámica en la que ellas sobrarían rápidamente.
Para Marías, la injusticia social afecta tanto a la distribución de la riqueza como a su producción. Mantener un sistema económico ineficaz que genera pocos beneficios solo para repartir al final las migajas es un despropósito. Que, debido al dominio de los oligopolios exclusivistas, la mayoría de los ciudadanos no puedan acceder libremente a las fuentes de riqueza, es una sangrante prevaricación. La justicia social debería implicar una economía racional donde todos tengan las mismas oportunidades de prosperar desde el inicio, y cualquier obstáculo impuesto por el intervencionismo estatal debería considerarse una grave injusticia.
El segundo gran problema es el cultural. Aquí, Marías no enfatiza tanto la educación formal como la falta de excelencia y la ausencia de modelos ejemplares. Se adscribe a la tradición orteguiana y denuncia el gusto por lo vulgar, la mediocridad y la falta de grandeza intelectual. Sin embargo, para abordar este problema, primero habría que atender a la formación inicial de la ciudadanía: el sistema educativo.
La educación ha alcanzado tal grado de desarrollo que podríamos decir, en términos kantianos, que también ha entrado en “el seguro camino de la ciencia”. Sabemos cómo formar a una generación para que sea industriosa, ética y capaz de construir una sociedad mejor. España cuenta con los recursos para establecer un sistema educativo de primer nivel y, sobre todo, para considerar la formación del profesorado una prioridad nacional. Que esto no se haya hecho, a pesar de las posibilidades, será visto en el futuro como un capítulo más en la crónica de la infamia.
La conclusión de este pequeño ensayo es clara: la justicia social—o lo que hoy llamamos Estado de Bienestar—debe incorporar la racionalidad económica y una auténtica reforma cultural y educativa. Cuando los políticos dicen defendernos, la respuesta no debe ser gratitud, sino una exigencia: no necesitamos que nos protejan tanto como que dejen de obstaculizar nuestro acceso a la riqueza y a una cultura de la excelencia.
O, como lo expresa Marías en su demoledor cierre:
“Los defensores de privilegios injustos tienen la partida perdida, y lo saben. Su única esperanza es que, con pretexto de justicia social, se intente perpetuar la suma injusticia: el despojo de la libertad, de los proyectos, de las esperanzas; la reducción del hombre a ganado. Los que quieren mantener la injusticia confían en que la repulsa de ese programa la perpetúe; y en otro caso, tienen la secreta expectativa de ser los pastores de esa universal dehesa”.
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