En Pierre Drieu La Rochelle (París, 1893-1945), la herida supura. Es el maldito entre los malditos, el atormentado, el colaboracionista, el chivo expiatorio. Dedicó toda su obra a hablar de decadencia y suicidio. Al final, consiguió ser coherente: tras la Liberación, rechazó huir, justificó su adhesión a Vichy y le ahorró balas a los gaullistas con una sobredosis de barbitúricos. Dejó libros que hoy solo se encuentran en bibliotecas y librerías de viejo; casi todo está descatalogado. Para leerle, hay que escarbar aquí y allá.
Sin embargo, leer sobre él sí es accesible. Además de en Internet, hay varias biografías publicadas. La más reciente y divulgada es la de Enrique López Viejo, Pierre Drieu La Rochelle, el aciago seductor (Ed. Melusina), muy recomendable como introducción al autor y a la época. Además, no pretende justificar retroactivamente a Drieu: lo presenta tal cual era, un dandi, fascista y misántropo que utilizaba a las mujeres para ascender socialmente; un tipo a veces delirante, frustrado y rencoroso, que toda su vida quiso morir. Imposible que nos resulte indiferente.
Como escritor, nunca fue valorado como merece. Sin duda, sus afinidades juegan en su contra. O tal vez no sea un literato propiamente dicho: no hay grandes novelas en su haber ni personajes memorables. Sus libros –los que conozco, al menos– son autobiografías en las que enumera y exhibe sus apestosos eccemas.
Leí hace años el magnífico Gilles, que cuenta la historia de un excombatiente de la Primera Guerra Mundial que busca su sitio en la Francia de los años veinte. Tras probar con el matrimonio, la socialdemocracia, el arte y demás vicios pequeñoburgueses, decide que lo suyo es el fascismo y la autodestrucción. Termina marchando a España en plena guerra civil para unirse al alzamiento y poder morir en combate.
También recuerdo El fuego fatuo, de la que Louis Malle hizo una adaptación digna, aunque demasiado libre. Escrita en 1931, presenta con una modernidad pasmosa la adicción a la heroína. Su protagonista, Alain (esta vez no un trasunto del autor, sino de un amigo), deambula por las calles de París, mangoneando y a la caza del pico. Solo por el pasaje final, narrado con frialdad, en el que Alain se pega un tiro en el corazón, Drieu ya merecería ser reivindicado.
Hace poco conseguí Relato secreto y Exordio, publicados juntos y póstumamente. López Viejo los considera de lo mejorcito; yo no diría tanto. El primero es su diario final –termina dos días antes de su suicidio– y el segundo, una especie de alegato ante un posible tribunal de la Resistencia. No se arrepiente. "Reclamo la muerte" es su última frase.
En fin. Eso es todo.
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