El Biopoder está disponible en cremas, píldoras y aerosoles.
Tiqqun
En Asfixia
de Chuck Palahniuk hay un momento en que una loca sale corriendo
desnuda, y al describir su vagina totalmente depilada, el narrador
sugiere que le recuerda “una ranura por la que pasar la tarjeta de
crédito”. No es baladí la metáfora económico-consumista. Caitlin Moran
en Cómo ser mujer abomina de las modas rasuratorias. Cuando hace
cuentas de lo que hay que gastarse en cremas y otras vainas afirma que
“por fin han conseguido que las mujeres tengamos que pagar por tener
coño”. Luego se pone a recordar cómo empezó todo, y explica que fue muy
rápido, que en los años noventa lo normal era la peludez, pero que con
el nuevo siglo, en poco más de un año, ir completamente lampiña se
convirtió en un imperativo social. Un contagio mimético genital.
El fenómeno es fascinante. Es
prácticamente imposible encontrar ya un matojo de los de toda la vida
–eso ahora es vintage-, todas las mujeres han pasado por el aro. Y si
todavía queda alguna hippie vergonzante, por lo menos se lo reduce hasta
casi invisibilizarlo. Luego además hay derivados de esto. Si los
labios vaginales quedan demasiado sobreexpuestos, o sea poco infantiles,
ya hay cirugía para recortarlos. Si el ano se desvela como poco chic,
hay operaciones de blanqueo.
¿Bajo qué clase de poder molecular
vivimos que puede meterse a decidir hasta lo que hacemos con nuestros
bajos? O sea, los vendedores de cosméticos se reúnen, hacen estudios
sobre cómo sacar más dinero, y deciden que van a convencer a las mujeres de que tener pelo es sucio y poco fashionista. Y si solo fuera eso las
mujeres podrían utilizar maquinillas eléctricas, que lo rebajan hasta el
mínimo, pero no. Eso no es suficiente; necesitan abrasarse, hacerse
cortes, echarse cremas, que salgan granitos: comprar en suma los
carísimos productos salvíficos que ellos venden.
Cuando ya han
conseguido que las mujeres tengan cuerpos inorgánicos, perfectos y
onerosos constructos, la conjura de los vendedores de cosméticos se
frota las manos, y decide ampliar el mercado apuntando hacia los hombres.
Como el ideal del macho alfa despreocupado y oloroso no es proclive a
mirarse al espejo y derrochar en su cuerpo, deciden crear un nuevo
ideal. “Mediante el uso de imágenes de la subcultura homosexual
masculina, la publicidad comienza a exhibir el cuerpo masculino según su
mito propio de la belleza”, ya advertía en los años ochenta Naomi Wolf
en El mito de la belleza, cuando el “metrosexual” se estaba todavía configurando.
Así
que ahora los hombres también. Entrar en un vestuario masculino produce
desconcierto ¿Cómo puede un varón rasurar y muscular su cuerpo hasta
transformarlo en una versión más grande del Ken de Barbie?¿qué clase de
hombre se depila las cejas como Ronaldo y no piensa que pierde su
dignidad instantáneamente?
Lo peor es que si ahora los de los
cosméticos calculan que van a ganar más dinero revirtiendo la moda, lo
harán sin que esto suponga una vuelta a la naturalidad. Por ejemplo
hasta hace poco se llevaban las cejas femeninas prácticamente
inexistentes. Cuando la tendencia fue de nuevo tenerlas frondosas, miles
de mujeres tuvieron que ir a implantarse pelo, ya que tras tanto tiempo
quitándoselo dejó de salir. Por supuesto los implantes costaban miles
de euros (o sea, que seguramente alguien algún día pronto hará fortuna
repoblando las cejas de millones de canis futboleros de extrarradio
español).
Vivimos en una era extraña.
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