
La nación es un marco político generalizado y aun así extraño: sin
tener mucho sentido ni base racional, no parece que podamos prescindir de
ellas en el mundo contemporáneo. Muchas personas las dan por supuestas,
como si siempre hubieran estado ahí y careciéramos de otra manera de
convivir. Sin embargo ningún académico las ve como realidades milenarias
o naturales: todos coinciden en que son imaginarios diseñados por
minorías, ficciones que con fuertes políticas educativas acabaron
imponiéndose sobre poblaciones que hasta entonces recurrían a la
religión como fuente de identidad (obviamente, si las naciones fueran
perennes, no haría falta inculcarlas en las escuelas).
Los estudiosos del nacionalismo solo discrepan sobre si el cambio de lo religioso a lo “nacional” como vertebrador social fue progresivo o súbito. Los llamados “primordialistas”
creen que antes de la Revolución Francesa y la industrialización ya
podemos encontrar en Europa formas de protonacionalismo del que los
nacionalismos actuales serían deudores –los discursos de Shakespeare
sobre Inglaterra, por ejemplo-. Los historiadores “modernistas”,
empero, consideran que los antiguos reinos y sus literaturas épicas no
son los antecesores de las naciones actuales, ya que éstas son
construcciones recientes –mera “ingeniería social” como las llama Eric
Hobsbawn, el príncipe de los modernistas-, inexplicables sin el mercado unificado y todos medios
tecnológicos y propagandísticos del Estado moderno.